Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Sin embargo, poco tenemos en común. El conflicto generacional es más que evidente.

Mi padre, ya muy mayor, es un hombre al que le tocó vivir una época de escaseces y carencias. Un tiempo de posguerra y racionamiento, donde la falta de alimentos, materiales e incluso de oportunidades, eran elementos muy comunes. Su padre, mi abuelo, con el mismo nombre también, falleció en los últimos días de la guerra civil, dejando viuda y cuatro hijos, de los cuales él era el más pequeño.

Le recuerdo, casi siempre trabajando, parco en palabras, pero de mente abierta, condescendiente y respetuoso con los demás. Su vida era su trabajo y su familia.

Los hijos hemos salido muy diferentes. Él es un apasionado del fútbol y los deportes en general, mientras que nosotros somos poco competitivos, deseosos de gozar más de los deleites que la existencia ofrece.

Mi hijo, de naturaleza científica y tecnológica, mantiene una visión de la vida acorde con estos planteamientos. Mantiene las ilusiones propias de la juventud por conseguir un mundo mejor y más desarrollado. El método y el raciocinio es su fundamento.

Mismo nombre, misma familia, mentalidades diversas, diferentes formas y conceptos de entender la vida.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.

Somos tres personas con el mismo nombre aunque con gustos, costumbres, y objetivos diferentes. Cada uno con nuestras virtudes y nuestros defectos, con nuestros pensamientos afines y confrontaciones, pero también con nuestro mutuo amor, a veces escondido detrás de nuestro orgullo, pero siempre presente. Me alegro de compartir nombre y apellido con mi padre y con mi hijo. También soy consciente de que el nombre no hace a la persona. Por eso recuerdo el buen consejo de mi padre: “En la vida, si te esfuerzas, serás lo que tú quieras, sin importar como te llames”.

Pero… ¿Y si mi nieto se llamase distinto? ¿Pasaría algo?

¿Quién sabe? Es posible que a mí me parezca mal que mi hijo no siga la tradición o tal vez me sienta orgulloso de que mi hijo demuestre su carácter al no seguir la tradición familiar.

Al fin y al cabo, creo que un padre siempre quiere lo mejor para su hijo, y un hijo quiere ser el orgullo de su padre. Pero esto no siempre se cumple. Yo no pretendo que me recuerden por mi nombre, sino por ser un buen hijo y un gran padre.

En eso estoy.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, es decir,que somos tres generaciones llamándonos igual.Pero esto era lo usual en mi época.En la actualidad los padres buscan nombres diferentes,a veces demasiado rocambolescos, para sus hijos.Pero mis padres ni se plantearon elegir otro nombre para mí,y la verdad,yo hice lo mismo con mi hijo,pues era como una tradición familiar.En fin,diré que somos una familia típica gallega,que vivimos juntos,que somos muy semejantes físicamente: rubios,ojos azules,paticortos. Ahora bien,nuestro carácter es tan diferente como el sol y la luna.El abuelo es un hombre sabio, calmado y lleno de experiencias.El nieto es un terremoto,hiperactivo e inquieto…y yo,yo soy un perfeccionista, un hombre meticuloso,amante del orden y la disciplina.Diré que la genética no influyó en nuestra forma de ser.Juntos formamos un gran equipo que, en cuestión de segundos, pasamos del diálogo a la discusión por cualquier tema o situación (incluso por nuestro nombre).Pero,ahora que lo pienso fríamente, todo sucede por alguna razón; pues,si no nos llamáramos igual,probablemente no seríamos como somos,ni tendríamos una vida tan enriquecedora; con lo cual, tengo una familia maravillosa en la que…yo me llamo como mi padre y mi hijo se llama como yo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Los tres descendemos de un linaje de soldados del cual el más importante fue mi abuelo, que luchó en la guerra de Cuba. Por otro lado, yo hubiese elegido otra profesión si no fuese por el afán de mi padre en que siguiese su legado. Querría ser bailarín de ballet clásico; adoro los tutús y me imagino algún día bailando delante de cientos de espectadores o formando un cuerpo de ballet en el ejército.

Pero eso nunca será una realidad, pues, a parte de que en esta sociedad cada oficio parece estar asignado a un sexo, yo me marcho para poner fin a una guerra en la que no sabría cómo luchar y en la que mi hijo no tiene ninguna posibilidad de ganar.

El cáncer invade su cuerpo y la muerte, su muerte, pronto invadirá el mío.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Cargamos en

nuestros hombros el peso de la historia. De nuestros callos afloran maravillas imposibles y visiones profanas. En nuestra espalda sangrante se forja la grandeza ajena y se aguanta el sufrimiento propio. Su rostro es el mío. Mí rostro es el de él. Nuestras piernas arrastran codicia y hambre por pantanos de lodo, sangre y fuego. Soy Ur y Nippur. En mis ojos se reflejan las torres de Babilonia. De mi sangre brota Nínive. Mis gritos parten Cartago y se pierden en el mar. Sobre mi piel porto al África negra mientras mis lagrimas van regando Potosí.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo y los tres nos llamamos… como su hijo.

Esta mañana bombardearon un hospital de Médicos sin Fronteras en la zona este de la ciudad. Al mediodía me acerqué a la ruinas para buscar objetos que pudieran serme de utilidad. Después de caminar un rato empezó a llover y me fui a refugiar debajo de unos escombros. Allí encontré varias cosas que parecían interesantes. Llamaron mi atención varias cajas de tamaño medio, abrí una y dentro había latas en conserva. También encontré varias cajas con medicamentos y otros utensilios que sin duda me podrían servir.

Cuando paró de llover decidí seguir buscando entre las ruinas. Aproximadamente después de una hora encontré una parte del edificio que no estaba tan destrozada y decidí entrar. Por dentro estaba todo muy oscuro y había varios cadáveres. De repente, sin poder hacer nada caí por un agujero que había en el suelo. Cuando pude recuperar la conciencia vi una mano inerte ensangrentada debajo de unos escombros que sujetaba un teléfono móvil. Lo cogí y lo encendí. En el registro de llamadas me llamó la atención un nombre, mi nombre… casi sin querer le di a llamar y después de un par de tonos, responde la voz de un niño:

-Papá, ¿eres tú?

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Eso fue lo primero que dije al voluntario que me había rescatado cuando mi barco estaba naufragando.No paraba de pensar en qué habría sido de mi padre y de mi hijo, que habían partido en otro barco junto al mío pero, el fuerte olaje nos había separado, y no sabía nada de ellos desde la última vez que los vi en tierra antes de embarcarnos y alejarnos hacia otros países sin guerras.

Me quedé en uno de los campamentos de refugiados que había cerca de la costa.Todos los días paseaba por la playa esperando su llegada pero en los barcos que llegaban no había ni rastro de ellos.Allí conocí a una ayudante de enfermera que era realmente amable y generosa.Me enamoré de ella al momento.

Un día me enteré de que habían detenido al traficante que iba en el barco donde iban mi padre y mi hijo y me acerqué a la celda donde le retenían y le pregunté si sabía algo de ellos y le enseñé la foto. Él me dijo que ese barco había naufragado y que los supervivientes estaban en un campamento no muy lejano.Ese mismo día llegué al campamento que me había indicado y nada más llegar encontré a mi hijo. Mi padre desgraciadamente había muerto. Junto a mi hijo y mi amada pude empezar una nueva vida en España y vivir feliz.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. La fama de mi familia siempre fue dudosa, tuvimos muchos enemigos y pocos amigos, pero amigos fervorosos que nunca nos han decepcionado.

Mirar el mundo a nuestra manera es único. Y muchas veces hay una sonrisita irónica en nuestras caras, a fin de cuentas, no estamos en las mejores condiciones y aun así somos temidos.

Trabajamos desde tiempos desconocidos, pero mucha cosa ha cambiado, como los apodos que nos dieron, los cuales siempre repudié. La capacidad humana es increíble y eso me encanta.

En todo nuestro tiempo de existencia nos adaptamos, fue necesario evolucionar. Me quedé sorprendido al ver que la humanidad fue demasiado lejos y ya están en otro nivel: prácticamente no necesitamos más trabajar.

El final que se esperaba para el mundo está ocurriendo sin mi ayuda, el fin ya es inevitable.

Si mi recado llegar a los oídos de los que pueden hacer mi trabajo más difícil, podría decir que se lo hicieran sería más divertido. Por supuesto, no tengo más esperanzas, pues ustedes han ido demasiado lejos. No hay más como evitar.

Gracias por hacer mi trabajo especial.

¡Un abrazote!

La muerte.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. En mi familia le damos mucha importancia a los nombres. Yo tengo dos.

Mi padre es pelirrojo, o "rojito" (apodo que le puso su amigo Alejo Seara). Está divorciado, odia los animales y adora la ciudad.

Mi hijo es rubio y está casado con Elena Sierra Montesinos. A ambos les encantan los animales y viven en el campo.

Yo soy moreno y tengo dos casas, una en el campo y otra en la ciudad. No estoy casado y nunca lo estaré.

Como ves, todos somos distintos. Pero lo que no sabes es que todos adoramos las adivinanzas; por eso, ya te he dicho el nombre de mi padre y de mi hijo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo,y ese nombre es Miguel. Aunque a mi padre lo llaman Miguel, a mi, Miguel pequeño y a mi hijo Miguelito.

Un día a mi padre se le ocurrió que disfrazándose de cuando era joven se iba a parecer mucho a mi,entonces yo me disfrazaría de él y nos intercambiaríamos vidas para ver lo difícil que es la de cada uno.

Me pareció una idea estupenda.

Al día siguiente, me desperté y fui a la casa de mis padres para prepararme para este día tan especial.

Mientras yo iba a la compra para preparar la comida,mi padre se fue a trabajar.

Al mediodía decidimos comer juntos para ver como íbamos.En la comida estábamos bien; no obstante, yo estaba raro por no hacer lo que hago día a día y mi padre estaba agotado de tanto trabajar.

También vino mi hijo a comer y como no sabía nada, mi madre le preguntó si notaba algo raro.Y él contestó que lo único raro que notaba era que estuviéramos todos juntos un día de semana. Eso me hizo pensar.

Contamos hasta tres y se lo dijimos, él se sorprendió mucho.

En realidad, no nos sentíamos tan cómodos como siempre. Rápidamente, volvimos a ser nosotros.No hay nada mejor que ser uno mismo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, quien decidió nombrar a su vástago de otro modo.

Recuerdo mi indignación hace unos meses cuando, habiendo mostrado mi dicha al creer que el sexto Leopoldo García vendría al mundo, la futura madre apoyó su mano en la mía y dijo que se llamaría Blas.

Me enfadé, lo reconozco, solté sapos y culebras. La buena de Adela, mi mujer, pidió calma. Sé que a Poldito le llamé de todo, le dije que con lo de que ayude en casa podía pasar, pero que con eso, con eso sí que no. Saqué el talonario, pregunté si dos millones de pesetas llegarían o tenía que llegar a tres.

-Papá, déjalo -dijo Poldito- hay cosas que no tienen precio.

Me volví loco, les pedí a gritos que salieran de mi casa y bramé sobre estirpes deshonradas.

No volví a verles hasta hace unos días, cuando Adela me dijo que ya estaba bien de tanta tontería, que teníamos un nieto, Leopoldo o no, y que debía acompañarla al hospital.

He de reconocer que cuando vi a la criatura me emocioné, pero guardé las formas estoicamente, como un hombre. Mi hijo lo puso en mis brazos y, cuando el niño agarró mi dedo índice con su minúscula mano, no pude ya mantener la compostura.

-No lleva nuestro nombre-dijo- pero los ojos sí.

-Ay- pensé entonces- mi Blasete.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. ¿Adivináis el nombre de mi abuelo? Exacto, es el mismo que el de mi bisabuelo. Y así, podríamos seguir eternamente, buceando entre la falta de originalidad presente en los nombres de los hombres de mi familia. Romper la tradición me ha traído hasta aquí, y es entre estas rejas donde estoy destinado a perecer. Una prisión distinta a esas cárceles repletas de asesinos y ladrones. Yo estoy solo en este cautiverio, con mi sombra como única compañía. La sociedad parece haberse olvidado de mí. Para muchos resulta evidente que moriré solo, y puede que así sea. No obstante, no lo creo. Y es que no hay mejor compañía que la de uno mismo,no hay mejor acompañante que la soledad.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Algunos lo denominan casualidad o tradición, acostumbrados a vivir en un mundo donde todo está establecido. Un mundo donde la originalidad se considera un molesto invasor.

Un nombre, repetido generación tras generación, no es más que un signo de esclavitud, que reivindica el miedo de la sociedad hacia el cambio. Tal vez, aquellos que admiran la monotonía y la simpleza de las cosas, crean que “esclavitud” no es el término adecuado. Pero quien no es consciente de la realidad, aquel que otea a la vida desde el cubil que es la ignorancia, no puede criticar tamaña realidad.

Es cierto, yo continué con esta “tradición”. Mi hijo se llama también como yo, craso error para alguien que aborrece la homogeneidad. No obstante, quizá un hijo al que le acompañe un nombre diferente, singular, olvidaría este relato, dejándolo caer sobre el gélido suelo que es el pasado, convirtiéndose en un ser ingenuo, oculto tras la uniforme sociedad.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Quiero que disfrute de este nombre que se ha ido labrando poco a poco esta popularidad. Tenemos que ser su ejemplo de vida. Su abuelo fue el que liberó a este pueblo.Yo fuí el que lo encaminé hacia el paraiso. Él será el que concluya este recorrido, el que pondrá fin a esta historia. Él será el ejemplo ahora. El referente de toda esta gente que está buscando desesperadamente el reconocimiento mundial de sus actos. El pueblo no cambió nunca de nombre como nunca lo haremos nosotros.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Mi nieto se llamará como mi abuelo, que a su vez se llama como mi padre. Supongo que así conseguimos dar un toque de humor a las comidas familiares. "¡José!", gritaba alguien y recibía, al menos, tres contestaciones de varias generaciones.

También tiene su chiste lo discordante de nuestras personalidades: tradicional, en una palabra, es el eslabón más antiguo de esta cadena; nervioso y creativo mi buen señor padre; yo... no sabría definirme yo, solo diré que no soy tradicional, ni nervioso, ni creativo; mi hijo, de lágrima fácil, mimoso e inocente; mi nieto será... no sé cómo será. Quizá sea hasta nieta.

Pero aún más chiste tiene aquel primer José que se le ocurrió llamar a su hijo José II. Así, como si fuésemos reyes.

Supongo que en general conseguimos dar un toque de humor a todo; desde que nacemos y en el hospital se siembra la confusión, hasta que morimos y nos sumamos a la cadena de Josés que forman las lápidas.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, y éste como mi

abuelo, que a su vez se llamaba como mi nieto.

Es un nombre que no puede ser pronunciado sin provocar una hilaridad

convulsiva. Muchos enloquecieron al escucharlo, otros perecieron víctimas

de la risa.

Todo varón de esta familia deberá llevarlo hasta que los pecados de la

estirpe sean perdonados; así reza la maldición que arrastramos desde la

noche de los tiempos, y nada hay que podamos hacer para acabar con el

determinismo fatalista que parece regir nuestras vidas, sólo esperar el fin

resignados mientras vemos multiplicarse los cadáveres.

Quingentésimo Cojoncio López

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo . Hola me llamo Alberto .Un día me desperté por la mañana con ganas de hacer algo diferente. Cogí a mi padre Alberto y a mi hijo también Alberto y me los llevé al aeropuerto. Cogimos un avión sin saber lo que costaba y sin saber a donde nos llevaba. Al llegar a ese sitio misterioso,mi hijo y mi padre me preguntaron por que estábamos allí. Yo les dije que quería disfrutar de la vida. Cuando salimos del aeropuerto le preguntamos a una pareja de españoles donde estábamos, ellos nos dijeron que estábamos en Nueva York. Yo me quedé flipando porque nunca había estado en esa ciudad. Recorrimos toda Nueva York , y la verdad es que fué increíble. A mi padre y a mi hijo también les encantó la ciudad, tanto que nos quedamos allí. A mi no me importaba lo de buscar trabajo, ni lo del idioma porque tengo un máster en inglés y mi hijo va a clases de inglés desde pequeñito. Bueno y mi padre se acabaría adaptando. Compramos un pisito superchulo allí y yo encontré trabajo en una clínica dental con un sueldo muy razonable.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.

Cuando nació mi padre, el abuelo, desengañado juez de paz de una villa, lo subió a lo alto de un cerro y, dirigiéndolo al Sol, dijo “Te llamarás Iluminado y jamás prestarás atención a las leyes, que solo acarrean desgracias y demoras. Los hombres de verdad alivian sus problemas en el campo y a navaja”.

Mi padre recogió este legado y lo siguió al pie de la letra. Sus deslices legales los solventó esgrimiendo su Pastora de acero inoxidable. Jamás conocí varón más honorable que él.

Yo mismo arreglé diversos desacuerdos con unas lindes, sin tener que acudir a la justicia. O mi boda con Margarita y su dote, asuntos que zanjé tras persuadir a mi suegro con mi Bandolera albaceteña de 19 centímetros. El abuelo estaría orgulloso.

Ahora mi hijo dice que las tradiciones están para cambiarse. Que funcionan mejor los sobres con billetes. Que corren otros tiempos, que desea ser político y que quiere cambiarse el nombre… Esto último nos ha roto el corazón a mi padre y a mí.

Hemos quedado con él en la vieja casa familiar para hacerle entrar en razón, pero el muchacho es terco. Al final, mi padre con su Pastora y yo con mi Bandolera hemos resuelto el asunto como hacen en nuestra familia los hombres de verdad.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. No fue una opción si quiera. El absolutismo se instaló tras las cortinas desde antes de mi llegada a la luz y a las lágrimas. De infancia paupérrima al lado de mi hermana, ella sacaba una carcajada entre los grises puños de mi padre y las desapariciones tras cualquier recodo de la casa de mi madre. Mis padres, Gabriel y Lucía, cohabitaban entre un amor adolescente hecho condena que destilaba alcohol pasadas las tardes y las nulas posibilidades de huida por parte de cualquiera de los dos. Se amaban tras las sábanas, mitad sexo, mitad resignación y se hastiaban de la misma manera sobre ellas. Nuestra casa pronto abandonó la infancia, confiándonos en un centro residencial para olvidados como nosotros. Años que se instauraron sobre mis rodillas, que fueron aguantando cada uno de ellos en soledad y sobre mi faz que teatralizaba diferentes vidas que edulcoraban las noches de mi hermana.Transité la libertad sobre el asfalto, la ciudad y el enjambre de personas que circulaban entre mis manos hasta que atrapé los dedos dulces de Ana. Su vida posó sobre la mía lo que más quise.

_ ¿Cómo se llamará?_preguntó el doctor.

_ Se llamará Gabriel. Mi padre se llama como yo, y yo como mi hijo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Sin embargo, ninguno de los seis apellidos se repite.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Entre los tres sumamos cuatro ojos, diez dedos y múltiples sueños rotos. Mi padre es notario, pero quería ser bailarín. Yo soy bailarín, pero quería ser notario. Mi hermano está muerto. ¿Necesitan los muertos notarios? No lo creo.

Mi madre se llama María, y no está muerta. Quería ser abogada, y es abogada. Todo el mundo la adora y la envidia a partes iguales. Los vecinos planean tirarla por las escaleras.

Mi gato no tiene nombre, y es más feliz que el resto de mi familia junta. Persigue ratones. Ataca a ovillos de lana. No tiene sueños, no se preocupa porque se caigan y se rompan. Nada espera de la vida y nada obtiene. Mi gato también está muerto. ¿Necesitan ovillos de lana los muertos? Con algo tendrán que jugar.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo y los dos nos llamamos Andrés.

Esta es la historia que un día escribió mi hijo sobre nuestra vida.

Somos unos aldeanos que vive en una choza. No es muy cómoda pero hay que aguantarse. Por la mañana me voy todos los días al bar de Aldo; le pido un cacao y unas patatas fritas pero están tan ricas que me como un paquete entero. Mamá luego me riñe porque me pongo gordo como una albóndiga .Mi madre es escritora y pintora, hace las dos cosas y nunca se decide con que trabajo se queda .Todo el rato piensa en el dinero y dale con el dinero.

Ahora que me acuerdo, tengo una hermana, Sara, es una molesta que todo el rato intenta librarse de estudiar.

Bueno, sigo conmigo. Un día como siempre fui al bar, donde vi a un gato que tenía un collar. Pregunté a todos los del bar pero nadie lo conocía ,tampoco era de por allí.

Le pregunté a mi madre si me lo podía quedar unos días a ver si aparecía su dueño.

Mi madre toda contenta me dijo que le gustaban los animales.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Para desenredar la confusión que ocasionaba pronunciar nuestro nombre, tuvimos que cubrirnos con el apodo. A mi padre le llaman el Ajustado, por no utilizar la romana en la venta del carbón, sino la báscula del ojo. A mí me llaman Carbonero, por mi profesión, y a mi hijo, el Fuguilla, por tantas veces como escapaba de la escuela, huyendo de la brega con los libros.

Me crié en la soledad del encinar, acarreando leña, apilándola y tragando humo con sabor a carbón. Los entresijos del trabajo los aprendí de mi padre mientras callaba. Era poco hablador, tal vez por ese cigarro que siempre flotaba entre sus labios, no fuese a caérsele con la palabra.

Bajábamos al valle en las noches de luna para no extraviarnos. De madrugada, en el mercado, vendíamos parte del carbón a quien necesitaba alimentar el fogón, o el brasero cuando el invierno llegaba repartiendo frío; el resto, para nuestro mejor cliente, el herrero, a quien le llevábamos la carga de cuatro mulas. Entre unos y otros nunca nos faltó un trozo de pan que llevarnos a la boca, ni nos sobró.

Mi vida se reduce a una repetición de momentos donde no cabe la sorpresa. Incluso mi primer nieto vino al mundo con el nombre de mi hijo, el apodo vendría detrás.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Y posiblemente mi nieto se llamará igual.

A principios del siglo pasado mi padre fue a hacer las Américas. Volvió cuarentón, con buen porte y con posibles. Las mozas casaderas le echaron el ojo porque, aunque entrado en años, no tenía tara. Se llamaba Rodolfesio. Pero eso, entonces, no tenía importancia.

Construyó una casa y montó un negocio próspero. Ahorró mucho de lo que trajo, y ganó más. Nací yo. La tradición mandaba: mismo nombre. Pasaron los años volando. El desgaste del trabajo de juventud pasó factura y falleció dejándonos su legado: una cláusula envenenada en su testamento. Sus herederos heredarían si mantenían el nombre (y si era niña con 'a') durante 3 generaciones, dejando 3 partidas individuales y blindadas. Se aseguraba que le recordáramos.

Cuando bauticé a mi hijo, el cura me miró y dijo, “¿Quiere repasar el santoral? La criatura es bonita y esos nombres ya no se estilan.” Yo, muy seguro, le dije que estaba bien y que procediera. Mi mujer estuvo un mes sin hablarme. Empezó a llamarle Rodolfo y se aseguró de que en la escuela la verdad no saliera.

Hoy he recibido una noticia: mi nuera está embarazada. ¡Estoy feliz! Pero va a haber conflicto. Seguro.

¡Ya te vale, papá!

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Cuando tenía 15 años odiaba mi nombre. También tuve una época en la que odié a mis padres por ponérmelo. Y es que aún no sé cómo se les ocurrió tal idea. ¡Una mujer con nombre de hombre! Todos los chicos se reían de mí. Malditas tradiciones. Por suerte, mi abuela me llamaba “nena” y eso acabó por ser mi apodo. Aún ahora con 57 me llaman así.

Por desgracia, el 11 de mayo de 1984, el que iba a ser el mejor día de mi vida, nació mi hijo y murió mi padre. Yo, que había odiado mi nombre, sentí que se lo debía a mi padre. Y mantuve la tradición. Pero precisamente hoy, mi visión de mi tan odiado nombre, ha dado un giro radical. Hoy me voy a morir y mi hijo me ha dicho que su mujer está embarazada. Un choque de sentimientos brutal me invade. No podría estar más feliz, pero tampoco podría estar más triste. Sé que no lo voy a conocer. Hoy me voy a morir y sólo deseo que le pongan mi nombre. Malditas tradiciones.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Y en nuestros ojos se refleja ese duro dolor, esa pesada tristeza que se va trasmitiendo como nuestro nombre de generación en generación...

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.. Deseo ardientemente que la tradición se rompa y a mi futuro niento no le pongan Sinforoso. Quizás por eso, siempre quise ser una vaca y tener un nombre bonito. Sí, una vaca, habéis leído perfectamente. Las vacas de mi tío tenían nombres preciosos: Mora la que era negra, Estrella la que tenía una mancha blanca en la frente, Pinta la que era blanca y negra, Linda, Bonita, Perla, Morena...eran los nombres habituales, nombres que se repetían cada vez que una moría. Los perros siempre fueron Pol o Puskás, en recuerdo éste último de un futbolista húngaro muy famoso en los años 50 del siglo pasado. Los gatos conseguían tener nombres de humanos, aunque yo sólo recuerdo al viejo y renqueante Manuel, que padecía incontinencia y orinaba por cualquier esquina. Los cerdos y las gallinas eran de los pocos que no gozaban de un nombre propio...nunca supe el porqué. Cualquier cosa es mejor que Sinforoso, incluso carecer de nombre.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo... Tres partituras con un mismo nombre.

Siempre ha sido un gran escuchador. No importa lo que esté haciendo, al menor eco todo en él se queda inmóvil excepto el pie, con el que marca un compás deliberado. Lo recuerdo así desde niño; apenas percibía cualquier murmullo, ladeaba ligeramente la cabeza y, entornando los ojos, desgranaba la estructura de esa expresión filtrada a través de un tabique.

Me preguntaba cómo hacía para, desde ese runrún desmadejado, componer una partitura de carácter danzable, una historia que lo arrebatara tanto. A solas lo imitaba, apretando con todas mis fuerzas los párpados, pero terminaba en vano con los ojos irritados y ni ganas de más.

Los pasos los seleccionaban nuestros vecinos de arriba. A menudo eran rotundos o briosos, aunque los domingos por la tarde parecían más bien derrengados. Esos taconeos en la pista de nuestro techo gestaban una danza cuyo lenguaje papá, ebrio de emociones, recibía gustoso. Entonces yo guardaba silencio porque sabía que no era sino el preludio de un aluvión de chirridos, rumores y algún que otro son que conformaban su propio artificio, una obra ejecutada con el gozo por mostrarnos su otra realidad, aquella vida caóticamente estructurada.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Absurdo, ¿verdad? Absurda como la vida miserable que hemos tenido que soportar. Una tradición inescrutable que mi tatarabuelo comenzó cuando se asentó en las afiladas rocas norteñas. Una barca y una red originaron una vida dura, una rutina que acarició los vestigios del ir y venir de las olas, y que surcaban la superficie oscurecida de un mar agitado por las ventiscas del horizonte. Cazar fue su salida, lo único que Dios le ofreció para salir adelante y, ahora, sigue siendo la mía. Nuestro nombre, Ángel, se convirtió en un nombre mensajero de las desgracias del mar; un nombre castigado y torturado por el escozor de la sal y el vaivén de los barcos. Mis antepasados se convirtieron en los mensajeros celestes de nuevas desdichadas . A día de hoy sé que somos: almas de manto azulado que vagan con la incertidumbre de perderlo todo. Y, así fue: llegó el día en el que las gélidas aguas convirtieron a mi pequeño Ángel es un efímero recuerdo, en otro mensajero absorbido por la ira marítima y, a mí, en el mensajero que acabó odiando mi mujer. ¿No hubiera sido mejor ser infiel a mis ancestros? Solo queda vagando por mi mente una pregunta: ¿en qué benefició a mi familia la lealtad a los mensajeros celestes?

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.Y fue él quien rompió con la tradición de tener un vástago un doce de enero.

La cosa era fácil,reservar los temas conyugales a la primavera que es cuando uno es más fértil,y de ahí,esperar nueve meses hasta comienzos de año para que el nombre de mi nieto siguiera el orden del santoral. Pero mi hijo se marchó a Cuba un dos de julio,con el sol azotando en el Malecón habanero y las chicharras temblando de miedo al son de sus timbales,y allí rompió con la tradición.

Mientras las viejas acaloradas abrían y cerraban sus abanicos de puntilla,las jóvenes hacían lo propio con sus piernas y los chiquillos se volvían locos como el viento de levante,o si me apuran,como el de galerna, que es aún más bravo.

A lo que iba.Mi hijo,que no había viajado en su vida, llegó a La Habana y allí conoció a Leydi, la cual tenía dos hermanas: Yumilis y Mylady.Y es que en Cuba hubo un fenómeno social en donde los nombres,más que nombres,eran ocurrencias.El primo de Leydi se llamó Usnavy,por los barcos de la Armada de los Estados Unidos.Y su hermano se llamó Rainy,por la lluvia que cayó el día en que nació.

Ahora sé que mi hijo Arcadio detesta nuestro nombre.Y es por eso que no tuvo a mi nieto un doce de enero.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.

Poco a poco, paulatinamente quizás, el tiempo nos absorbió, hemos pasado a ser un mero recuerdo en las mentes de nuestros descendientes, que habrán olvidado ya cuales fueron nuestros nombres, y ni siquiera se preocuparán de tratar de descubrir acerca de nuestras pasadas existencias. Están centrados en el presente, planteándose sus futuros y olvidándose cada vez más de sus raíces. Esto siempre ha sucedido, generación tras generación, y siempre sucederá, porque la vida es una travesía en un barco llamado historia, con el que surcamos el océano del olvido. Es imparable.

Pero es en ese momento, cuando bajo mi mirada hacia el suelo. Me percato de mi error, y puedo admitirlo sin dudarlo ni un instante. La esperanza es lo último que se pierde, o al menos eso es lo que se dice, y por ello encuentro arrepentimiento en el fondo de mi conciencia por mi falta de confianza. Observo a mi hijo, que otea el horizonte, tratando de encontrar nuestras almas en el firmamento, sosteniendo a una criatura en brazos y murmurándole: “bienvenido al mundo, Guillermo”.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo… ¿o eso fue en mi vida anterior? Quiero concentrarme y recordar cómo me llamo ahora para no meter la pata, ese era el trato. Las órdenes de arriba fueron claras, podía tener cuántas vidas quisiera, pero si cometía un solo error, si alguien sospechaba que yo era un elegido, todo habría terminado. Llevaba demasiado tiempo por aquí, demasiadas vidas pisadas. Ser un elegido era privilegio de muy pocos, pero el precio a pagar me resultaba demasiado alto. A veces no recordaba ni mi nombre, pero los fantasmas del pasado me perseguían en sueños, como si el universo nunca fuera a redimirme de mis pecados. He sido fusilado y yo mismo he disparado un fusil. Víctima y verdugo. Guerras, orgías y soledad. Vagabundo o marqués. Perdí la cuenta de las vidas que quité y de las personas a las que amé. Buen padre a ratos y también un miserable. He sido cristiano y musulmán. Me he casado más de una vez y he abandonado en silencio alguna que otra cama al amanecer. Mis vidas preferidas son las que puedo ser pequeño. Es extraordinario ver el mundo a través de los ojos de un niño. El sonido del teléfono rompe mis pensamientos y mi madre se levanta para cogerlo.

- ¿Dígame?

- ¿Está Juan?

- ¿El padre o el hijo?

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Me dice cuando empieza a hablar, mostrándome su línea limitada pero que parece continuar para sus lados opuestos llevándome a ellos. El derecho es el más olvidado, oscuro e insignificante, parte de una secuencia con futuro. El izquierdo está desequilibrado, y es difícil de entenderlo a simple vista e inspira inocencia.

Si yo los pudiera unir nacería una galaxia entera, que estuviera enmarcada con estrellas pero que la harían infinita. Eso pensé en cuanto los vi.

Y estando él en el centro, sin mover sus labios en absoluto, ni un gesto, ni una mirada, ni un respiro...me dijo lo que me dijo y me hizo pensar lo que pensé. Están vivos.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.

Es tradición en mi familia llamar a un hijo como otra persona importante de la familia. Mi bisabuelo fue virrey de España, su padre también y así hasta llegar al principio de la dinastía de virreyes y virreinas. En opinión de mi padre esta es una importante tradición, pero yo pienso que uno tiene libertad de escoger el nombre de su hijo, haya o no estado ya en la familia. Mi hijo opina igual, pero yo sucumbí a los ruegos de mi padre, y hoy mi hijo se llama como yo.

Todos los domingos nos reunimos para hacer una comida. Nunca olvidaré ese domingo en el que entró mi hijo y me dijo:

-Felicidades, ya eres abuelo.

Cuando le pregunté por el nombre él me dijo que le había llamado Paio, intrigado por la extrañez del nombre le dije que porqué un nombre tan raro, me dijo que era gallego y que Paio significa “el que tiene voluntad de escoger”.

Ese día no sólo estaba feliz por la gran noticia de mi nieto, sino, porque mi hijo hizo lo que yo nunca me atreví a hacer. Romper la tradición.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.

Se mueve el mundo lentamente a su alrededor, mientras yo asisto a mi propia muerte. Oigo a lo lejos los bailes bizarros del burdel, biombos en pretérito con dulce sabor a Brandy. Me araña la vida, el ayer. Los farolillos se tambalean en el horizonte y yo continuo contando amaneceres. Miedo mediocre a nunca haber estado. Hijo. Siento el negro azabache y huelo la podredumbre en este mercado de las huidas. Me ahogo en tu inexistencia, hijo amado.

Balbuceo unas palabras, tejo hipocresías coaguladas. Asistentes insolentes, hambrientos de desidia, cautivos y estériles de su propio letargo. La pantomima de la gentileza, memorias lunares que se diluyen a cada bocanada de retahílas sin fin.

Os repudio.

Marchaos.

Despareced.

No quiero acordes.

No quiero líricas.

Los silencios se ahogan al paso del suspiro.

Aguanto con serenidad ceniza tu marcha,

mientras asisto a mi propia muerte.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo pero nos separa el rencor, el dolor y la rabia. Mi padre me abandono siendo niño y yo abandone a mi hijo al poco de nacer. Algo imperdonable...

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Y así seguiremos, porque es lo mejor. En los pueblos todos tienen motes, y mi padre, que era un poco tartamudo, pues... ya se sabe.

Siendo un chaval ya picaba en la mina y trabajaba el campo jornadas de sol a luna. Con unas perras ahorradas compró una burra. Le salió tozuda y, o era dura de oído, o no le hacía ni caso. Y, como él tardaba en hablarle, no había entendimiento posible. Y así fue como, después de dos meses sin adaptación, empezó a cantarle las órdenes, y el asno, que le miraba burlón, en alguna ocasión le obedecía. Tal fue su entusiasmo que continuó con los cantares.

Los vecinos elogiaban su maña, y el mote llegó sin demora: Cantalaburra. Y cargó con él con aflicción, sabiendo que si no espabilaba, sería lo único que dejaría en herencia.

Y así, con mucho esfuerzo y buenos pensares, hizo un quite al destino, me armó las alas y me enseñó a volar. Y su “Tú puedes,” era la red especial por si había un entuerto en el camino. Así, atravesé el muro de la desesperación y llaneé por el saber. Me hice maestro.

“El hijo de Cantalaburra es maestro con escuela.” De este modo logró desasirse de su destino y el mote permutó. Ahora él es “el padre del maestro.”

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, que tiene el mismo nombre de mi abuelo. Así somos: una familia tradicional de hijos únicos. Un círculo creado de generación en generación para atarnos en un cordón de seguridad y protegernos de las incertidumbres del tiempo. Soy farmacéutico, tal y como lo fue mi padre, su padre y el padre de su padre. Cambian los muebles, las prendas de vestir, la montura de las gafas, pero nuestras fotos muestran la misma expresión en el rostro, el mismo velo de melancolía en los ojos. Cuando supe que iba a tener un segundo hijo, se apoderó de mi corazón una sensación jamás probada: no era gozo sino terror, la playa soleada antes del tsunami. Una cuerda que se rompe, un trapecio al que le falta la red. Me enfrenté a nueve meses de pesadillas, bajo la mirada acusadora de mis antepasados, que desde los marcos de las fotos me reprochaban con dureza mi insensatez. Luego nació Marta y el mundo cambió. Bastó una mirada para borrar los temores y las inquietudes. Me apunté a un curso de yoga y voy a clases de inglés porque quiero viajar a lugares con los que ni siquiera había soñado. De mi pasado solo queda una certeza: mis hijos nunca serán farmacéuticos.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Conservaré el grabado. Las paredes floreadas, los muebles de madera y los sillones de cuero no son fáciles de transportar. El mismo cuarto que nos vio nacer a los tres se corrompe con los bosquejos de un libro que jamás publicarán. En una mano, mi cuaderno de ideas rechazadas, en la otra, un pequeño encendedor me araña el dedo pulgar. Medito. Si tan sólo unos segundos hacen faltan para calcinar la madera, no habrá tiempo para apreciar cómo se incendian los sueños. Tienen suerte, fue su cuna y será su tumba.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Fue una tradición que hicimos siempre en mi familia, pasar nuestro nombre generación tras generación, manteniendo nuestro orgullo y lo demás. Claro, tendemos a contestar todos cuando nos llaman, sin saber, obviamente, a quien se lo decía.

Muchas veces tendía a confundirme cuando sonaba el teléfono y mamá gritaba nuestro nombre, yo siempre preguntaba quién de los dos era. O cuando me mandaban una carta (casi nunca las recibía) siempre le preguntaba si el nombre que estaba escrito era el mío o el de él, pero claro, era pequeño y mi ilusión de que un amigo se acordase de mí se desvanecía en el mismo momento en que él me leía el segundo apellido. Siempre me venía con las mismas escusas “a lo mejor no tienen tiempo a escribirte” o “quizás no sepan tu dirección”. Cuando me hice mayor, comprendí el desgarrador motivo por el cual no me respondían nunca, la verdad: no tenía amigos.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo aunque mi madre ya no lo recuerda.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo ponía en uno de los acertijos de esa mansión sin salida y sin vida triste noche tenebrosa y aburrida que nos hizo entrar éramos jóvenes y nos interesaba lo desconocido y la adrenalina, nos sumergimos en aquella experiencia sin rumbo y que gente de nuestro entorno nos había aconsejado entrar, nosotros jóvenes sin personalidad y con ansias de descubrir, nos perdimos entre aquellos pasillos inmensos y cuando nos fuimos a dar cuenta nos habíamos perdido, queríamos salir ya habíamos saciado nuestro interés, poco a poco nos dimos cuenta como la estupidez y la idiotez recorría nuestro cuerpo, horas y horas pasamos dentro de esa mansión , finalmente encontramos una puerta , lo malo que para abrirla y salir de una vez por todas , teníamos que resolver un acertijo, la situación era surrealista , nos quedamos mirándonos mi amigo y yo, con el rostro lleno de angustia , era un acertijo fácil , pero con la tensión que llevábamos en el cuerpo nos podíamos ni sumar uno más uno, pasaron horas y horas actuamos con la mayor sangre fría que se puede actuar, pusimos en aquella especie de buzón nuestra respuesta, la puerta se abrió y salimos, lo que vimos al salir lo recordaremos toda la vida

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, esa era la primera frase del examen de literatura. Solo pensaba en que le diría a mis padres. Había estado toda la tarde jugando en el ordenador y se me había olvidado estudiar. No había contestado ninguna pregunta del examen. Entonces pensé en posponer la mala noticia hasta que había recibido el suspenso oficial.

Al día siguiente en la escuela:

-Lo siento, pero me robaron los exámenes corregidos, porque los llevaba en una funda de ordenador y los ladrones nos llevaron pensando que era algo de valor. Vamos a tener que repetir el control- comentó la profesora.

Todos nosotros comenzamos a quejarnos. Era injusto.

A llegar la casa les dije a mis padres:

- Le asaltaron el coche a profesora y le robaron la funda en la que tenía los exámenes. Me parece muy mal. ¡Con el bien que me había salido! ¡No puede ser! Tendremos que repetirlo la próxima semana. Había estudiado muchísimo...

Y así fue cómo conseguí librarme ducha buena y sacar un nueve.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.Compartimos un extraño recipiente por el que vagamos a un acompasado ritmo desenfrenado, sumidos en un absurdo, “hasta mañana”...

Su herencia nominativa, acojo con orgullo, sin embargo, el mundo por el que mi padre deslizaba sus sueños y sentidos... Me lo han robado.

Soy un nieto pobre, con un nombre rico. Soy hijo, soy nieto, y soy un “yo” absurdo. Mi firma se confunde con el tiempo. Y en el desván de mis irónicas fantasías, vagan los apellidos de la nada, rebuscando la sombra de un jardín dormido, por un fuego extraño.

Mis recuerdos agonizan, tan sólo su sombra persigue mi memoria, sus cenizas, yacen bajo mis pies, y mi cabeza, busca sentido, a un ilógico mañana.

Pensé en cerrar mis ojos, de esta manera todo fluiría de nuevo, el agua, el viento... Su melodía volvería a acariciar mis sentidos, y la herencia de la humanidad no agonizaría a mis pies.

Mi nombre es un "yo" concreto, compartido con orgullo con la vida. Viaja en cada hoja, en cada rayo de luz, en cada lágrima libre derramada por un mundo en guerra. Mi nombre es un “yo” concreto, que vaga condenado al destierro, por no ser un “yo” absurdo, callado y sumiso, al que le han arrebatado su mañana...

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, hasta ahí todo normal. Lo curioso es que en mi pueblo todos nos llamamos igual, Juan, en honor a nuestro patrón, San Juan de Alivá, del que somos fervientes devotos.

Cuando nos visitan forasteros se sorprenden al darse cuenta. Entran al bar Casa Juan, los atiende Juan, el dueño, y lo acompañan tres paisanos que se llaman Juan unos a otros. La reacción normal es la risa, eso nos encanta y si muestran la suficiente curiosidad les explicamos cómo nos las arreglamos para no confundirnos. Es tan sencillo como entonar los nombres, cada uno tiene su melodía particular, así de sencillo. En cambio a otros parece no gustarles. Eso no nos agrada, preferimos que se marchen rápido por donde vinieron y así se lo hacemos saber. Cuando más disfrutamos es al recibir a alguien que conoce nuestras costumbres y que además se llama Juan, el pueblo entero lo festeja. Por las noches acudimos a la plaza para oír historias de afuera, porque nadie que haya nacido en San Juan de Alivá ha salido nunca del pueblo, es una tradición muy antigua. Al marcharse lo despedimos apenados pero al día siguiente, con caras felices, retomamos orgullosos nuestra vida tranquila.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Vivimos en una granja que se llama como nosotros, Los Pepes: en la granja hay un

perro, un cerdo, gatos, caballos, ovejas y gallinas.

Un día fui con mi padrea montar a caballo, paramos a beber y de repente no estaban los

caballos, nos perdimos en el medio del bosque, empezamos a andar. Al día siguiente

vimos humo ¡Qué bien… es una casa!, entraron y no había nadie, había dos camas, un salón, comedor y una cocina. En la cocina había mucha comida: carne de cerdo , pescado, guisantes…, pasó una hora, y no había nada de comida,¡Qué bueno estaba todo!

De repente entró una señora, que vivía allí, y les dijo:

-“¿Qué hacéis en mi casa?”,

-“Nos perdimos entonces vimos tu casa…”

- “¿En donde vivís?”

-“Vivimos en una granja que se llama Los Pepes”.

-“Sé donde está, os puedo decir como se llega”

-“¡qué bien!”

Al día siguiente, llegaron y estaban los dos caballos.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo no importa que otros se llamen igual siempre habrá algo que nos diferencia.Aquella tarde hacía mi turno de guardia cuando sonó el teléfono era urgente.Me desplacé hacía el Corte Inglés rápidamente.No creí lo que vi ¡Un monstruo! tan grande como un edificio tenía un morro picudo una cola con escamas grisáceas y ojos reptilianos.Arrancó la pared de un mordisco dejando ver el interior.Las dependientas estaban aterrorizadas, una estampó un perfume contra la nariz del monstruo.Entonces estornudó lanzando llamas.Al ver lo que había provocado,las convirtió en algodón de azúcar.El ejército llegó y abrió fuego,pero transformó las balas en mariposas y las armas en claveles.Le pregunté:¿Qué eres? con voz tronadora contestó:soy hijo del amor y de la Tierra,aquello que se esconde en tu corazón y tratas de ocultar,soy la cura del mundo.Un tanque disparó a su pecho y exhalando su último suspiró el mundo vivió algo maravilloso.Los refugiados sintieron el cálido abrazo de su patria,los terroristas dejaron las armas,los enemigos besaron las cicatrices del pasado y olvidaron el daño causado.Aquella tarde el miedo y la maldad desaparecieron,todos fuimos uno y todos fuimos humanos,aunque sólo fuera aquella tarde.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Por esta "regla de tres" yo ya tenía nombre mucho antes de nacer: "Mi hijo se llamará como yo" dicen que decía él. Y luego, un día nací yo. "Vaya, qué contrariedad, es una niña", dicen que dijo. Desconcertados, me llamaron Carmen, una ocurrencia de la abuela del mismo nombre. Por eso soy Carmen, Maricarmen, Carmiña, Carmela y qué sé yo qué más.

Con todo, yo lo quería, sobre todo cuando me lanzaba al aire y me cogía en sus fuertes brazos, a mí y a mi muñeca. Me partía el culo de risa. Luego nació "aquello" y la casa se llenó de ojos y, en medio de todos ellos, yo me volví invisible, yo y mi muñeca, y nos fuimos a llorar al rincón de los invisibles. "Este sí que se llamará como yo" dicen otra vez que dijo muy ufano,

Y nuestra vida cambió. Crecimos y ellos dos al futbol y por ahí y yo en casa a barrer, poner la mesa y eso. Aún no sé por qué castigué a mi muñeca al fondo del baúl, como si ella tuviera la culpa.

Ahora estoy casada con Manuel, Manoliño para no confundir, que es también hijo y nieto de Manueles. Pero oigan una cosa: por todas mis Cármenes anteriores mis hijos tendrán su propio nombre-propio aunque tenga que buscarlos en el santoral de la Sta. Madre Iglesia.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, lo que desconocíamos era que no éramos los únicos en compartir nombre en nuestra peculiar familia. En el entierro de mi madre, un hombre se dirigió a mí:- ¿a dónde van las cartas que nunca encuentran a su destinatario?- él mismo contestó: esperan toda una vida para poder comunicar su mensaje, alargó su mano entregándomela, prosiguió: leí una esquela de Xavier Alcalá, en Facebook, anunciando el día y hora del funeral de Josefa Seijo, entre paréntesis, Xosefa do Seixo,(su alter ego ),y aquí estoy; alojé al pintor Miguel Fernández en mi hotel , unos días después de su marcha, recibí una carta a su nombre, había desaparecido sin dejar contacto, la carta quedó olvidada en un cajón, concluyó.

El remite de la carta era de mi madre, tenía fecha de mi año de nacimiento mi madre le indicaba, que estaba esperando un hijo de él, mi supuesto padre biológico, murió sin demasiada fama a pesar de tener una calidad aceptable, lo único que compartimos fue el nombre, ahora me queda la duda de si llevo el nombre de Miguel en honor a este señor artista o a mi padre, o tal vez en honor a ambos, en todo caso brindo por todos los Miguel sean familia o no, y alzo una San Miguel.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Esta fue la moda que copiaron todos los españoles, en un principio gente sofisticada y cursi. Más adelante se extendió a gente menos fina de villas y aldeas. Así, hacia los años 40 no había familia que no contase con varios ejemplares que compartían nombre de pila. Tampoco había familia por esas épocas que no se asociase con una ideología que, según dictaba el protocolo no escrito, debían compartir todos sus miembros. Es más, bastaba con asentir y pronunciar argumentos monosilábicos que viniesen a decir lo mismo que defendía tu padre para ser todo un orgullo.

En 1955, mis amigos y yo fuimos precursores de una moda extendida por todo Madrid; la de rebelarse contra la onomástica proconservadora, y la de revolucionar el concepto de familia.

En 1957, un grupo de militares uniformados entraron en el Ateneo de la capital y pidieron que amigos míos de toda la vida les acompañasen.

Me libré porque uno de ellos, amigo de mi padre, leyó mi información personal y, dándose cuenta de quién era, hizo la vista gorda.

En esta ocasión mi nombre, tan poco original como era, me había salvado de mis acciones, porque de ellas me podría salvar un nombre, pero de mis ideales, ni lo hicieron, ni lo harían.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo... Siempre me pareció que no solo las costumbres se heredan. Lo sé, porque en mi pueblo ni muy grande ni muy chico, es la norma sin excepción; como ejemplo un amante clandestino que no es más que un amante del pasado en su línea ancestral. Si pudiera viajar al pasado y hacerme la amante de ese amante furtivo, entonces encontraría las mismas perversiones de un presente con el calor de unas llamas ya extinguidas. Pero sus besos y los míos arderan eternos en los sustitutos del amor, paseando por los siglos y sólo cuando hallemos el ocaso de las imperfecciones de nuestros amores confundidos, cuando el cielo color naranja porque el sol está escondido, porque es más ardiente la pasión que los rayos encendidos, subiremos la escalera que conduce a la siguiente habitación; donde ya no seremos de la sangre y ni los genes ni las cadenas que nos amarran a la vida, al hijo, del padre, del abuelo del lazo que nos tira, al origen de nuestras fatalidades, a la manzana prohibida, la ilusión de un sueño que se murmura y que no se palpa más allá de la frontera donde el amor se fusiona con la calma después de un instante de placer.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo -repetía insistente Bienvenido, a cada persona que veía, pero no por orgullo. Notaba el peso de su nombre, como si este le quisiera aplastar cual enorme losa. Sabía que lo llevaba por insistencia de su tía, que había enviudado solo unas horas antes de nacer él.

La madre de Bienvenido Pérez no deseaba tener el niño. Pero no cabía otra alternativa, en aquel tiempo. Su marido aceptó la propuesta de su cuñada, por pena; así, bautizaron con ese nombre al bebé que no había pedido nacer. A pesar de ello, estaba llamado a perpetuar la estirpe, con lo que, llegado el momento de querer ser padre, se casó con una joven a la que impuso el nombre del futuro bebé, en caso de que fuera varón. Bienvenido, por supuesto. Si bien es cierto que nunca le gustó a él y, menos aún, a su mujer. El niño también aborreció mil veces el que le hubiesen bautizado así, puesto que sus compañeros de colegio se burlaban de él, simplemente por tener un nombre raro.

Así fue cómo tres generaciones de Bienvenido Pérez, mantuvieron la tradición familiar, muy a su pesar.

La sombra alargada de ese nombre lo destrozó, cuando, solo y enajenado, decía la recurrente frase a todo aquel con el que se cruzaba.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.Tres Martín Castro,hijos de la diáspora gallega que maduraron entre tangos, con amaneceres en Mar de Plata y atardeceres de dulce de leche. Lejos de Argentina está aquella tierra,Galicia, dónde dicen que les llaman “bolboretas” a las mariposas y sus gentes sienten “morriña.” Siempre le preguntaba a mi padre por esta palabra, él decía que era nostalgia por su tierra, pero nunca creí que fuera sólo eso. Había algo en los ojos del viejo cuando hablaba de su aldea “aquello es todo verde, hijo, llovía en invierno y en verano, y nosotros corríamos por el monte como locos, y cuando salía el sol las cervezas sabían a cielo, si alguna vez lo llegásemos a probar. El mar era oscuro y decían que en sus acantilados estaba el fin del mundo, cuánto desee cruzar aquel océano sin fin y cuánto deseo ahora volver para poder sonreír de verdad bajo la lluvia.” Crecí rodeado de mitos y leyendas, de cantigas, de magia. Crecí con morriña sin tan siquiera saber lo que era. Y ahora, el último Martín Castro volvió a la tierra de su abuelo, y juntos pudieron sonreír bajo una tormenta hasta el último aliento del señor Castro, que murió en su aldea, frente al gran Atlántico,despidiéndose de su eterna morriña.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo- dijo mi padre, y empezó a contar su vida como hace siempre que conoce a alguien. Yo no tenía ganas de escucharlo. Estaba nerviosa porque mi hermano se iba a ir. No era un hermano como piensas, solo un hermano de verano. Mi hermano saharaui. Mi hermano durante 5 veranos. Había sido la mejor experiencia de mi vida. Desde el primer día que lo ví intenté que se sintiera genial y se lo pasara bien conmigo a pesar de echar de menos a su familia. Le había enseñado a hablar español, a nadar, a jugar a la consola y a comer helados y pimientos de Padrón (que unos pican y otros no). Estaba muy triste porque todo eso se acabaría en unas horas. Él no parecía estar triste, pero en el fondo sí que lo estaba. Nos miramos. Sonreímos. No sé cómo será el verano que viene, pero no me lo imagino sin él. Solo espero volver a verlo algún día. Se lleva a su casa un gran paquete para él y su familia, acompañado de un trocito de la mía. Me gustaría que nos enviaran a nosotros tiempo libre, ya que ellos tienen mucho. Me ha enseñado que mi felicidad no está en lo material, sino en rodearme de gente que me quiere. También a divertirme con otra persona diferente a mí, de otra cultura. Lo bonito que es ayudar a los demás.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo... Desde cuatro generaciones atrás el nombre de Francisco de Asís se halla presente entre los varones. Para las mujeres, en cambio, se emplea el de Concepción. Pero cada una de ellas tiene su particularidad: Concha, Conchi, Conchita, María, Mari, Inmaculada, Inma...hasta hay una con las sílabas a la inversa: Maín. Esta es mi prima hermana por parte de padre, claro. Su virtud principal es su capacidad de hablar durante horas sin parar. En las reuniones familiares en casa de mis padres, ella simplemente se dirige a quien tenga a su izquierda o derecha y se dedica a sus interminables pero amenos y divertidos monólogos, todo ello acompañado de su peculiar lenguaje no verbal. El familiar que tiene la suerte de hallarse a su lado no puede hacer aportación alguna al tema de conversación, pues no hay lugar a interrupciones. Maín había nacido ya así, desde muy pequeña comenzó a hablar y a hablar incesantemente. Sus padres y hermanos pronto se acostumbraron a ese balbuceo permanente, al igual que lo hizo el resto de la familia. Sin embargo, las gentes ajenas a nuestro círculo no dejaban de asombrarse ante semejante verborrea.

Pero Maín forma parte de nuestra familia y nos gusta tal y como es.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Mi hijo, que aún duerme en el vientre de su madre, mi mujer, llevará mi nombre y será lo que yo quiera que sea. Cuando nazca, será bautizado en la iglesia que yo elegiré, vestirá con la ropa que yo le compraré y tendrá amigos que yo aprobaré. Al crecer, estudiará derecho, como su padre, se casará en el pueblo de todos los veranos, como su abuelo, tendrá el coche que la familia le regalará, como se ha hecho siempre. En su madurez, votará al partido, heredará la casa del barrio y trabajará en el despacho de su padre, que soy yo. Un día, engendrará un hijo que se llamará como se llama él, como me llamo yo, como se llama mi padre. A éste, su abuelo, que es también mi padre, pronto lo matarán los años y el frío de sus sábanas. A mí, su padre, me matarán las deudas y la fuerza de una inercia inevitable, poderosa y aterradora. A él, a mi hijo… a mi hijo lo mataré yo, de eso estoy seguro.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, costumbre antigua de está patria colmada de eternidades. Cuando yo nací todavía nevaba en abundancia, hacía frío en invierno, calor en verano y todos esperábamos la primavera para ver colorear los campos. Jugando con mi amigo en la calle de tierra: equilibrios en el pilón, el aro rodando, los nidos en las zarzas del arroyo y escondite entre los muros de la iglesia. Los mayores lejos, jugando a sus trabajos, apenas nos regalaban un paseo en trillo o una vuelta a casa en caballo sintiéndonos reyes que mandan desde lo alto.

Comidas repetidas, años sin vacaciones, las estaciones marcando los juegos y el cura las oraciones, todos esperando las campanas de bodas y bautizos, de entierros y domingos. El campo, la escuela y los animales. El maestro con la vara junto a la estufa y el mapa de la patria, los animales exigiendo cuidar de su alimento y la vida junto al arroyo observando ranas o custodiando renacuajos.

Siempre los mismos nombres, las mismas rutinas, la vida lenta, los mismos pájaros, las mismas misas. Quedan aquellos recuerdos de nidos aprendidos, de historias a la luz de la lumbre y baños en el arroyo. Siempre las estaciones marcando el ritmo de los días y los recuerdos olvidando la dureza del camino.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, esa fue la última cosa que dije antes de llegar a aquel horrible lugar, dónde teníamos que seguir adelante para sobrevivir. Era cuestión de vida o muerte. Se escuchaba un sonido de fondo. Yo miraba al frente y solo conseguía observar a unos cuantos más como yo. Todos íbamos seguidos de unos seres con forma de escorpiones, con un aguijón negro que tentaba con atacar. Intentaba esquivarlos, pero no había manera, te perseguían y tú tenías que correr para que no te cogiesen. Hacía maniobras imposibles, moviéndome de un lado para otro, esquivando al resto e incluso teniendo que dar vueltas alrededor de mí mismo para distraer a los monstruos negros, pero ellos se movían ágilmente, como sombras. De vez en cuando intentaba mirar a los lados o hacia arriba, porque parecía que al resto de los miembros les continuase el cuerpo, como si hubiera una máquina que los controlara. “Podría atacar al centro de control”, pensé. Mas no tenía tiempo, yo sólo seguía mi paso con la finalidad de sobrevivir y que no me pasase como a algunos, que iban desapareciendo misteriosamente del terreno. Estaba asustado.

-Parejas de baile, ya podéis parar a descansar mientras no vamos con el vals- dijo un juez.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo Esta era una de las frases que solía repetir mi padre con orgullo, pero yo era una mujer y eso trastocaba todos sus planes, mi hermano estaba destinado a llevar las riendas, yo solo era el adorno de la casa, la que tenía que revolotear como una mariposa a su alrededor. Pero al ver su debilidad me hice fuerte, adquirí valor, y la responsabilidad cayó sobre mi como una pesada losa de la que no podía librarme.

Yo gestionaba bien, con mejor criterio, el solo me superaba en bondad y generosidad,y aunque ahora era el quien revoloteaba a mi alrededor, yo me sentía como la usurpadora de un rol ajeno, me dolía estar desposeyéndolo de su papel, pues lo arrinconaba, lo dejaba en penumbra, por eso a veces aun sabiendo que era yo quien lo haría mejor, me hacía a un lado para que sintiese que era el quien llevaba el peso, aunque su cesto iba casi siempre vacío.

Todo eso hizo que a menudo me sintiese como Atlas transportando la bola del mundo, me abrumaba el peso, mis cervicales chirriaban, nadie me pedía un relevo y mis vistosas alas de mariposa,convertidas ahora en musculosos brazos, perdían fuerza. Esa era mi condena solitaria. Si mi padre viviese diría: Ojalá que mi hija fuese hombre para llamarse como yo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Resumiendo, todos los de nuestra familia nos llamamos igual; incluso mis vecinos se llaman así. Es muy duro vivir en este mundo. Todos nacemos a la vez, crecemos a la vez pero, a la hora de desaparecer, no es igual. Todos estamos juntos hasta que llega ese día, el día en que todo cambia.

Permanecemos inmóviles colgados de una especie de palo, ese es nuestro día a día. Un rayo de luz impregna nuestra piel y, cuando llega la oscuridad, falta alguien del vecindario. Unos seres que viven a nuestro alrededor, reclutan a nuestros vecinos y familiares. Nadie sabe dónde se los llevan. Ayer le tocó a mi padre. Siempre suelen llevarse a los más mayores, a los que ellos llaman "maduros".

Bueno, tengo que dejaros, alguien me está agarrando. Creo que ha llegado mi hora.

Por cierto...mi nombre es Limón.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Bueno.eso es lo que me gustaría decir porque de momento no veo opciones de ampliar la familia. Aún estamos en lista de espera. Juan me dice que algún día lo conseguiremos.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. La verdad es que eso nunca me ha gustado.

Mi padre era un niño muy gamberro. En el colegio siempre era uno de los malos, y nunca estudiaba. Su profesora siempre le estaba vigilando.

En la escuela, yo era menos gamberro y más estudioso que mi padre. El primer día de clase, antes de decirle nuestro nombre a cada nueva profesora, a ellas yo siempre les parecía un niño majo, pero cuando se enteraban de que me llamaba igual y tenía el mismo apellido que aquel niño tan gamberro, ya estaba fichado. Todo el año en primera fila. Y siempre observándome. Creo que a mi hijo le gustará ir a otro colegio.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, lo que nos convierte en tres Josés más en la interminable lista de Pepes que puebla nuestro árbol genealógico.

Para diferenciarnos, hemos adoptado la costumbre de morirnos de vez en cuando, facilitando a la familia la renovación de su vestuario negro. Nuestras viudas nos lo agradecen, porque la verdad es que sus vestidos, con el tiempo les van quedando ajustados, y no les viene mal cambiarlos por otros que no huelan tanto a naftalina. La familia se harta a llorar, y se quedan livianos y limpios. Es como una exfoliación del alma.

Después, resucitamos al cabo de un tiempo, y todos contentos. O al menos eso intentan hacernos creer.

Pero la última vez que resucité (nunca anunciamos cuándo será) encontré a mi mujer demasiado cerca de Juan, mi mejor amigo. Estaban sentados tan juntos, que cuando ella se puso de pie, ruborizada, él casi se cae de nuestro sofá.

Desde entonces los vigilo muy de cerca y evito morirme, para no darles ninguna oportunidad. Cuando por las noches me acerco a ella en la cama, se aparta diciendo que tengo los pies fríos, secuela de tantas muertes. Y si le pido sus masajes con aceite y velitas, se gira enfadada y murmura en el tono justo como para que la escuche, una sola palabra: Muérete.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Así ha sido, así es y así será. El número de 16 cifras que viste nuestra la espalda es lo único que nos identifica y nos distingue. Sin escapatoria, sin esperanza, así transcurren nuestras insulsas vidas. Antes fueron mis abuelos y mis padres, ahora mis hermanos y yo, luego mi hijo y los hijos de mi hijo. Todos con el mismo nombre, todos con la misma función, todos destinados a hallar una cura.

En un rincón, condenado a pulsar botones y palancas, bebo agua y me entrego al ejercicio físico, a la espera de poner fin a esta injusta condena. Sólo sé que el fracaso de mi padre y de otros muchos será el éxito de nuestros hijos, o quizás sea yo el que acabe con la enfermedad de la que Ellos hablan.

Presiento que mi turno se aproxima. Hace una semana que se llevaron a R 345 674 332 4452 230, mi padre. Oigo voces. La puerta de mi celda se abre y salgo para afrontar mi destino como antes hicieron los demás. Ahora todo depende de mí.

–Roberto, utiliza el espécimen R 345 674 332 4452 231 que acabo de liberar. El anterior murió con graves quemaduras por todo el cuerpo.

–Tranquilo, todavía tenemos centenares de ratas para probar los efectos en la piel de este nuevo cosmético. La compañía se juega mucho dinero.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, aunque siempre me he esforzado en explicar que no es lo que parece, que sólo es pura coincidencia. Y no es del todo falso, porque me consta que a él, mi padre, y a mí, yo, nos pasó lo mismo; nos traicionó el subconsciente.

Yo debería llamarme Juan, como mi madre Juana, y mi hijo debería llamarse Luis, como Luisa, mi mujer. Pero no, los tres nos llamamos igual. Y es que llegamos nerviosos al Registro y, aunque con la lección bien aprendida, en cuanto el funcionario nos pregunta por el nombre, ¡salta la confusión!.

-¡Papá, no te lo vas a creer!-, me ha dicho esta mañana mi hijo por teléfono.

-He mandado por internet al Registro los datos de mi hijo, tu nieto, y ha vuelto a ocurrir. Le he puesto mi nombre, el tuyo y el del abuelo, en lugar de Cayetano, como Cayetana, tu nuera-

Me he quedado unos segundos en silencio porque, créanme, que no es fácil justificar nuestro interés por llamarnos como nos llamamos.

-¡Telesforo!-, es la voz de mi mujer.

-¿Quién ha llamado al teléfono?-

-¡Se han equivocado, cariño!-. No sé, tendré que meditar la respuesta. Ella quería que se llamase Luis.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo...

La historia de mi nombre es increíble. Viene ya de mi abuelo. Un pacífico día de primavera, cuando él tenía 25 años, o sea, en mil novecientos sesenta y siete, su mujer estaba embarazada de ocho meses. Manuel se hallaba en el jardín de su finca. Estaba regando las plantas; ya había pasado por el huerto. En una mano llevaba la descolorida regadera y en la otra la desgastada cesta, llena de sabrosos tomates, ricas patatas y otros vegetales. Apoyó las cosas en el suelo y se acercó a un gran manzano. Cogió una manzana y la probó. Al instante la escupió: estaba verde. Siguió regando las plantas como si nada. Había una zona desocupada de árboles, pues era el lugar donde antiguamente estaba la huerta, antes de que la cambiara de sitio. Ahora allí había sementado césped. Iba a regar el césped cuando, de repente, un sonido, como que algo cortaba el aire, lo alarmó. Comenzó a huir hacia otro lado. Tropezó y cayó varias veces. De repente, un montón de pedazos de tierra y césped salieron despedidos. Manuel se hizo un ovillo y esperó a que pasara lo peor. Cuando dejó de sentir golpes de tierra en la cara se levantó. Contempló lo que parecía un trozo de una nave espacial.

Ah, por cierto, me llamo Apolo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Esa era la idea.

Mi padre amplió la casa para trasladar las máquinas a la planta baja. Nunca vinieron. Siempre quedó por terminar, aunque el nombre se mantuvo: era la fábrica, vacía, pero la “fábrica”.

La auténtica estaba cerca, y yo destinado a seguir con ella, porque era el hijo varón y por ello me había puesto su nombre. El, marchaba temprano por las mañanas, y volvía a casa de noche. Así que, aunque sin muchas ganas, yo no tenía argumentos para no acompañarlo en vacaciones.

También es verdad que me motivaba. Un momento delicioso era la hora de la siesta. Me preparaba un colchón de “docenas” de calcetines, y como sábana, una gran tira de papel marrón de las de empaquetar. Una tienda en el bosque. El sueño me llegaba en medio de la luz tenue del papel translúcido, el olor mezclado del aceite de engrasar con el polvillo del algodón, y el sonido, cada vez más lejano, del traqueteo de las máquinas.

Pero yo, como la “fábrica”, tampoco cumplí con mi destino. Quise seguir estudiando, y la crisis del algodón, una de tantas del textil, hizo el resto.

No, yo no me llamo como mi hijo, pero tengo tres preciosas nietas.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Siempre hemos sido una familia original, divertida, quizá algo extraña.

Entre los tres tenemos coincidencias muy inusuales;por ejemplo,mi padre trabaja de ganadero, yo soy el camionero que transporta sus productos y mi hijo los envasa y distribuye en una fábrica. ¿Que te parece algo normal? Déjame decirte cuáles son nuestros nombres. Quizá estés pensando que los tres nos llamamos igual, pero no, amigo. Mi padre se llama José, y mi hijo, Luis. ¿Adivinas como me llamo? Mi nombre es Joseluis.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo y, además de compartir nombre, los tres nos hemos interesado por la misma profesión. Siendo notario siempre se tienen casos y casos y el de aquel día era más bien delicado. Mi buen amigo Pedro había fallecido y esa mañana tenía la visita de sus cinco hijas para la lectura del testamento.

Conocía a Pedro desde los veintidós años, habíamos compartido muchas batallitas. Recuerdo cuando tuvo a su primera hija, Julia, la niña de sus ojos. Al entrar en el despacho me miró con cara de tristeza. Sabía lo mucho que adoraba a su padre, era la mayor y a la que más conocía. Pero desde aquel día ya no pude quitarme de la cabeza su expresión cuando, leyendo el testamento, pronuncié "y para Marta, mi pequeña Marta, quiero dejarle nuestra casa de campo...". Vi cómo su rostro palideció. Ella adoraba esa casa. Miró atónita a sus hermanas como si buscase una explicación.

Al terminar de leer, Julia seguía perpleja. Ella misma me contó una vez que nunca entendió a su hermanastra menor, Marta, que al parecer, cuando supo que su padre había tenido una familia anterior se alejó de todos. Me entristeció verla así, no era justo para ella.

La verdad es que, a día de hoy, ni siquiera yo puedo encontrarle algún sentido.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.Pero él no es como yo, a él le gustan las aventuras y pasar miedo. Un día se encontró un cartel que anunciaba una casa encantada y como es muy intrépido fue allí con un amigo. Nada más entrar estaba muy oscuro y se oían gritos de miedo. Al fondo de un pasillo había una pared que chorreaba sangre y al lado un armario, del que salió un hombre con una sierra que les persiguió por escaleras y pasillos tenebrosos. Después apareció una bruja que les dijo que se los iba a comer. Luego unas manos misteriosas que corrían por el suelo y las paredes. Por fin salieron de allí. Y aunque pasó mucho miedo, mi hijo dijo que se lo había pasado muy bien. Eso sí, su nombre se lo quiere cambiar, porque todo el mundo se reía cuando su amigo gritaba su nombre.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, ese es el pensamiento en el que me escudo cada mañana para decirme que sigo vivo. Una vez me dijeron que alguien no muere mientras no lo olviden, y no sé si es cierto, pero lo que es seguro es que mi cuerpo hace mucho que no lo siento como el mío.

Supongo que me cansé de impuestos convencionalismos y estúpidos pareceres, de aquello que hacía porque sentía miedo o de cómo de falso me sentía al volver a casa.

No pude seguir viviendo sintiendo esa presión constante en el pecho, como si el filo de una espada estuviera clavándoseme a cada momento, siempre más doloroso, siempre más adentro.

Así que volé.

Algunos dirán que fue el impacto contra la acera lo que hizo que tuviera que seguir mi vida enchufado a una máquina. En cambio, yo soy de la opinión de que decidí darle la espalda al mundo y refugiarme en mí mismo. No nací para lo que todos esperaban, supongo que no nací para ser uno más.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Eso demuestra que un nombre no te define. Tú defines lo que las vidas a las que has marcado imaginen al escuchar tu nombre. Si lo cambiara, sería como quitarle a un ruiseñor sus alas. Seguiría siendo un ruiseñor, seguiría pudiendo cantar, pero ya no estaría completo. Nada es lo que en un principio pensabas que podía ser. Cualquier lago puede ser un espejo, pero no cualquier espejo puede ser un lago. Si algo rompe se rompe dentro de ti, no podrá arreglarse. Mucha gente no sabe que, después de tanto tiempo, nuestro corazón ya ha recibido tantos golpes como gotas de agua tiene el mar, y ya por muchas veces que intenten hacernos sufrir, no conseguirán rompernos el corazón como hiciste tú, fría soledad. Y es raro. Lo mejor de la soledad, es el simple hecho de estar a solas contigo mismo, por muy mal, triste e incluso perdido que te sientas. Todos hemos necesitado soledad alguna vez, sobre todo cuando nos hacen daño. El dolor nunca desaparece del todo, simplemente se queda ahí, en un rincón de tu alma hasta que te acostumbras a él. Nuestros fantasmas siempre nos acompañan. Es lo único que jamás nos abandonará, es parte de nosotros. Mi nombre es parte de mis fantasmas.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. O eso dicen las malas lenguas.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Y lo llevará mi nieto, mi bisnieto, mi tataranieto… Pero también es el nombre de mi amigo, el de mi vecino, el de mi enemigo. Y es el nombre del que duerme en la calle, el del refugiado, el del enfermo, aunque lo olvidemos tan a menudo. Mi madre lleva este nombre y mi hermana, y mi compañera, y mi hija, y todas las mujeres del mundo. Este nombre universal no aparece escrito en ningún documento de identificación, ni nos damos la vuelta cuando lo pronuncian pero es el nombre que todos llevamos desde el primer momento de vida. Es el nombre que nos dignifica, que nos une y que nos hace a todos iguales. Es el nombre que todos deberíamos llevar siempre. Este nombre es SER HUMANO.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. De pequeño siempre me pregunté porque los adultos nos ponían a los niños los nombres que ellos poseían, yo creía que era porque no eran muy originales y no se les ocurría un nombre mejor, pero ahora sé que no es así. Yo le pusé mi nombre a mi hijo en honor a mi projenenitor, y el me lo puso a mí en honor al suyo. A mi madre, Raquel, le pareció bien la elección, y a mi mujer, Nina, también.

He de decir que mi hijo y yo nos parecemos bastante. Es un niño muy inteligente y le encanta jugar a las canicas, aunque según las nuevas modas, a eso ya no se juega. No practica ningún deporte ni le interesa, pero aún así él está sano y es delgado. Lee libros de filosofía y matemáticas, cosa extraña en un pequeño de nueve años, aunque como nuestra familia siempre le hemos visto así, nos parece de lo más normal.

Me encanta mirar a mi hijo porque es como si me viera a mí mismo de pequeño. Pero no tiene mis ojos, sinó los de su madre, y sus orejas se parecen más bien a las de la mía.

Aunque de niño me parecía extraño, ahora sé lo maravillo que es tener el nombre de tu padre, y por ello estoy orgulloso de llamarme Gumersindo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.Los tres estamos muertos.

Mi padre falleció hace un año de un cáncer fulminante del que,además, no quiso tratarse.Seis meses más tarde, mi hijo se golpeó contra la escuadra de la portería al ir a parar un penalti del equipo contrario.

El golpe fue brutal.La muerte fue inmediata.Tan sólo unos segundos antes, tanto yo como el resto del público presente, teníamos la certeza de que estábamos asistiendo al nacimiento de un gran portero, de una joven promesa que, en breve sería captado por algún observador de un equipo importante.

El mundo,sin embargo, nos abrumó a todos en un instante; en especial a mí.Todo se truncó y no lo vi venir,tampoco lo asumí.

Qué fácil es tocar la gloria a través del éxito de otro y, que fácil es caer en la desesperación al instante siguiente.

La vida no avisa, no amaga, embiste cuando menos lo esperas, cuando bajas la guardia.

No me quedó nada, tan sólo el nombre que compartí con dos personas a las que quise y admiré profundamente.

Al mes de la muerte de mi hijo,decidí hacer las maletas hacia otro destino e intentar empezar de cero.

Un loco se encerró en la cabina del avión y lo hizo estallar contra una montaña.

Ahora, los tres compartimos algo más que el nombre...

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. La culpa la tiene el mar.

Mi padre es marinero, tiene el pelo encrespado y los ojos grises como la tempestad. Cuando volvía a casa después de una larga travesía, mi madre lo enredaba en sus brazos durante días y amaba su terso cuerpo de sal; después lo devolvía al mar. Nunca ha regresado.

Mi hijo recién nacido es pequeño y escurridizo, tiene el pelo ondulado, los ojos azules como un mar sosegado, y espuma en los labios de pececillo hambriento -a lo mejor me lo ha traído de vuelta el mar-. Lo abrazo suavemente, y tejo con mis manos una red alrededor de su frágil cuerpo para que nada me lo arrebate.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo Esto viene sucediendo desde la desaparición de mi bisabuelo y uno de sus hijos. Fue entonces cuando Esperanza, mi bisabuela, decidió que, en cada núcleo familiar de los Arduaz, si nacía un hijo varón se llamaría Vicente.

Sucedió el 24 de diciembre de 1936. Celebraban la Nochebuena, con un frío intenso, muchos villancicos y poco turrón. Habían cesado los bombardeos y tras las ventanas de las casas podían verse algunas luces encendidas. Eran tiempos difíciles, pero la suerte de poder estar toda la familia reunida, mitigaba por unas horas la dureza y la oscuridad en la que vivían día tras día. Entonaban “asómate a la ventana” justo en el instante en el que sonó el timbre de la puerta. Mi bisabuela, tarareando flojito, avanzó por el pasillo con la serena intranquilidad que originaban las treguas. Abrió la puerta y cuatro hombres bien vestidos y educados le preguntaron:

- ¿Vicente Arduaz?

- ¿Cuál de los dos? Sonrió mi bisabuela.

-Ambos

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, pero nombre, y sangre, es ya lo único que compartimos.

Mi padre nos abandonó al nacer, dejando sólo su nombre de recuerdo. No supimos más de él. ¿Qué por qué le puse el mismo nombre a mi hijo? Realmente no lo sé aunque me lo he preguntado muchas veces. Quizá para demostrarme que yo no era como mi padre. Y también porque, pese a todo, el nombre siempre me ha gustado. Bueno, miento, me gustó con el paso del tiempo. O igual sólo me acostumbré y me convencí de que me gustaba.

Mi hijo, en cambio, lo odió desde el principio. Buscó diminutivos y apodos aunque yo me negara a usarlos. Amenazó incluso con cambiárselo. No sólo no cumplió su amenaza sino que, aunque no lo dijera, sé, que al final, también le empezó a gustar.

Si cumplió la amenaza de no volver cuando su madre ya no estuviera. Resultó que yo tampoco había sido un buen padre. No supe, o no quise, ver que el abandono no sólo consiste en marcharse.

Aún ahora le echo la culpa a mi nombre. Sé que no tiene sentido, que es estúpido. No pretendo evadir mi responsabilidad pero no puedo evitarlo. No hay día que no me sienta culpable de tentar al destino. Sobre todo cuando alguien me contó cómo habían llamado a mi nieto.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, Domingo. Más que tradición familiar, en nuestro caso se trata más bien de meras casualidades, con sus respectivas historias que son las que dan causa a nuestro nombre.

En el caso de mi padre, cuando yo tenía 8 años mi abuela me contó que decidió llamarlo así en honor a un médico polaco, que tanto ella como mi abuelo conocieron al embarcarse en un barco rumbo a las Américas, dejando atrás a los pocos familiares que tenían ya fallecidos, y una vida a la que una guerra civil había marcado según ella ya para siempre. Mi abuela, que por aquel entonces se encontraba encinta, se hallaba en el buque “Plata” rodeada de cientos de personas que al igual que mis abuelos, buscaban con miedo y a la vez ilusión y esperanza una vida mejor. En la madrugada de un 7 de marzo, durante el viaje mi abuela se puso de parto. Un alumbramiento que se presentaba difícil y en el que mi abuelo atemorizado, buscó ayuda dando con un hombre que para su suerte era médico y que ayudó a mi abuela a traer a mi padre al mundo. En mi caso mi nombre solo da alusión a la tierra que me vió nacer, Santo Domingo. Y en el de mi hijo, decidimos bautizarlo (por petición de mi esposa) como mi suegro, pues él también se llama Domingo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, aunque la tradición de perpetuar el nombre no fue una invención suya, pues él también se llama Luis como su padre y como mi bisabuelo quien además de legarnos su nombre y la información que llevamos en los genes como marca indeleble, también nos dejó su oficio. De ahí hacia atrás, yo no sé sí nuestro nombre fue heredado por algún antepasado, quizá con una historia más gloriosa que la nuestra. Sólo sé que llevamos varias generaciones de llevar el mismo nombre, el mismo oficio y el mismo epitafio. Cada día subimos a la torre de la iglesia tan antigua como nuestra estirpe, a tocar las campanas para convocar al pueblo a los actos solemnes.

Hoy será un día más agitado que de costumbre. Por primera vez seré yo quien toque las campanas oxidadas por el tiempo para convocar a los funerales de mi padre. Después será el turno de mi hijo cuando yo me haya ido y después el de su hijo y así sucesivamente quién sabe hasta cuándo. Mi nieto, ya sabe repicar su cascabel cuando escucha las campanas del pueblo. Todo parece indicar que será campanero. Ojalá que por lo menos cuando llegue su hora, cambien las campanas de este pueblo que ya tienen olor a hollín de eternidad

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Es tradición en la familia, y una ventaja, evita estar buscando nombres en el nacimiento de los hijos. El problema es que hay que utilizar los diminutivos para diferenciar, cuando se es pequeño, al padre del hijo y el hecho de utilizar ese apelativo nunca me ha gustado.

Pero el nombre es sólo eso, un nombre, una manera de llamar a una persona y de identificarle, sin que signifique nada más. No marca llamarse de una manera o de otra en la vida, ni te da ningún derecho, ni te exime de obligaciones.

Además, puede resultar, que el hecho de llamarse igual provoque querer diferenciarse aún más del progenitor, por establecer un mayor distingo personal.

En nuestro caso no ocurre así, tanto yo como mi hijo, y mi padre, seguimos no sólo llamándonos igual, sino que ejercemos la misma profesión. Supongo que ver desde pequeño a tu padre trabajando de esa manera, influye, o quizás, la vocación se transfiere también por vía sanguínea.

Un halo de prestigio y de cierta prestancia, mezclado con fama, autoridad, reconocimiento y reputación al otorgar a una saga familiar que se establece en un determinado negocio, como es nuestro caso, en nuestro bufete, el hecho de que la experiencia confiere mayor facultad y habilidad.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, y los tres, más o menos, hemos vivido entre las añejas paredes de piedra de la casa. Así la llamábamos, la casa.

–No heredas mi nombre o la casa –decía mi padre–, te lego el valor de la palabra–. Quizá por eso apenas habla.

Tuvimos que mudarnos cuando los vecinos, con quienes compartíamos un muro de piedra de la casa, negaron a mi padre por cuarta vez el permiso necesario para una reforma inaplazable.

–Acaricia las piedras, les pinta números–, contestaba mi chaval al preguntarle qué hacía su abuelo en la casa. Jubilado de la construcción, se llevaba al nieto a pasar allí las horas muertas del verano.

No pareció decepcionado cuando le comuniqué la quinta negativa de los herederos de la casa vecina y vacía: –olvídalo, hijo. No viviremos más allí. Ninguno lo hará–. Poco después dejó de llevar al crío a la casa, aunque él seguía yendo en su coche, cada día, un par de horas, al caer la noche.

No olvidaré la expresión ausente de mi padre al conocer que el muro de piedra que unía la casa con la del vecino había cedido (de viejo, según nos explicaron), y con él, nuestra casa y la contigua.

–La palabra de tu padre es documento–, solía decirme mi madre.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Mi padre fue. Yo soy. Mi hijo será. Y así quedará plasmado nuestro nombre (y nuestras acciones) como si hubiéramos sido sólo uno.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, Pepe, un nombre fácil, sencillo y demostrado por árbol genealógico, para toda la familia.

La cosa no termina ahí, todos somos profesores, nuestras mujeres parecidas y nuestra vida, en definitiva, también.

Me apena el hecho de ponerme ahora a reflexionar por qué he hecho lo que hecho y me he casado con quien me he casado y descubrir que como un niño pequeño, he imitado lo que he visto.

Dicen que el destino está escrito, yo creo que el mio lo compuso el primer Pepe y nadie ha tenido la valentía de pasar la página y hacer el suyo, tropezando todos con la misma piedra.

Ahora que me he dado cuenta de estas cosas, me gustaría que mi nieto se llamase Ramón, trabajase en lo que quisiese y, cosa que a mi tatarabuelo se le olvidaría de poner, sea feliz.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, una costumbre que se repite desde la prehistoria, como quien dice. Para entendernos, el abuelo es Francisco, yo soy Paco y el nieto es Curro. Cada quince días, nos reunimos en un restaurante junto a nuestras respectivas parejas. Mi padre tiene una novia treintañera, guapísima, por la que bebe los vientos. Todos sabemos que busca su patrimonio, incluso él, pero no le importa. Mi hijo, a su vez, se ha amancebado con una mujer quince años mayor, lo que hace difícil la descendencia. Nunca atiende a razones y en este asunto aún menos. Yo, padre soltero, he conquistado una pareja estable desde hace un lustro: un chaval estupendo que simpatiza con el resto. El otro día, mientras almorzábamos los seis en un ambigú precioso, se nos apareció mi madre. Lleva varios años muerta y, la verdad, nos asustó pues su aspecto era muy fúnebre. El caso es que nos reprendió a todos. ¿Qué habéis hecho, majaderos?, dijo con voz de ultratumba. Después se desvaneció. Intrigados, nos preguntamos por el sentido de sus palabras. ¿Acaso no estábamos más felices sin ella? Después de una encendida discusión de sobremesa, tomamos dos decisiones: no volver a ese restaurante y enterrar de una vez por siempre a mi madre.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, fue lo primero que salió de su boca al preguntar su nombre. Sentí curiosidad por saber más. Nos sentamos juntos ese primer año y, desde entonces, todo empezó a ser más y más oscuro a mi alrededor. Empezamos a quedar y poco a poco los estudios fueron a peor, pero con él me sentía bien. Todo se arreglará, me decía. Empezó a agobiarme e intenté distanciarme. Me seguía, aparecía allí donde iba. Decía que sin mí nada tendría sentido. ¿Pero sentido para qué? Nunca estuvimos juntos, solo éramos amigos. La última vez que lo vi fue cuando apareció en mi habitación. Engañó a mi compañera para entrar. Me encerró, agarró mis muñecas tan fuerte que sentí como se me cortaba la circulación y ya no notaba ni las yemas de mis dedos. Pero no hizo nada más. Acalló mis gritos sordos y acarició mi cara. Derrumbó mi mente aquella noche. Empecé a tener ataques de ansiedad, a no poder salir. Lo veía en la ventana mirándome fijamente, en el baño, en la cama… no podía más.

Y por eso acabé tomándome esas pastillas, para acabar con todo y no volver a verle. Se supone que tengo que aceptar que no existe, que nunca estuvo ahí, que solo estaba en mi mente… pero no puedo, intento ser racional, pero no puedo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, cosas que ocurren cuando uno hace promesas que no sabe si podrá cumplir, o cuando el funcionario de turno no se encuentra tan inspirado como para evitar una desgracia. Mi vida no ha sido fácil, siempre he tenido que escuchar…pues de todo un poco. Desde la distancia, incluso a veces pienso que tengo que agradecer a mi padre tal desventura, ya que soy lo que soy, en cierta medida por el nombre que llevo. Nombre, castigo, condena, o ¡qué sé yo! el tema ha dado tantas vueltas en mi cabeza que ya esta desgastado por completo. ¡Claro que he pensado miles de veces en cambiármelo!, nunca quise ser mártir, pero cada vez que tal idea llamaba a mi puerta, otra me convencía de lo contrario. Con el tiempo, convertí mi condición de bicho raro en una causa, y no pocos quisieron unirse. Os sorprendería saber la cantidad de personas que soportan sus extraños y humillantes nombres durante años, y que, al igual que yo, por una extraña fuerza interior se ven incapaces de cambiarlos y lo que es peor, repiten la historia. Mi abuelo era un dictador, mi padre tenía más corazón que cerebro, mi madre murió cuando yo nací, y mi hijo juró que no le pondría a su hijo el nombre del abuelo, sobre todo… si es una niña.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Mi abuelo se llamó como mi padre y, anteriormente, el padre de mi abuelo como él; y así hasta perdernos en el tiempo. Una larga tradición onomástica que ahora se tambalea como un borracho. La cara de mi hijo en el paritorio expresaba auténtico terror; aunque he tratado de calmarlo, yo mismo no estoy tranquilo. Cuando he salido del hospital me he percatado de que la primera letra de mi DNI se ha borrado y, antes de llegar a casa, me he dado una vuelta por el cementerio para constatar, como sospechaba, que las lápidas de mis ancestros se están cayendo a trozos. De repente, mi padre ha olvidado su nombre, y mi consuegra comienza a sentirse desorientada. Dice llamarse como nunca se ha llamado, igual que se llama su madre, insiste; de la misma forma que ella se llama como su hija, aunque nunca había sido así. La culpa de todo la tiene la pequeña niña morena de ojos verdes que acaba de nacer. Todos la queremos muchísimo desde que ofreció al mundo su primer llanto, por supuesto, pero espero, por el bien de mi genealogía, que mi segundo nieto sea varón.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Lo malo de esto es que ellos son varones y yo soy una mujer, lo cual no me hace ninguna gracia.

Esto sucede porque en mi familia es tradición ponerle a tu hijo el mismo nombre que el tuyo, es decir, que todos somos tocayos de todos, así, cuando alguien quiere llamar por nosotros sólo tiene que gritar:

-¡¡¡¡Álex!!!!

(Sí, Álex, ése es nuestro nombre.)

No me hace gracia porque, cuando era pequeña, en mi clase había otro niño llamado Álex, entonces nos llamaban “Álex niño” y “Álex niña”…

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.- Eso es lo que me dijo mi abuelo, me pareció una oración muy bonita, no la entendí del todo, pero me gustó, tenía algo que me atrajo en su momento, y ya ves, ahora estoy aquí, en el lago con cisnes preciosos, rosas a los alrededores, un pincel y por último un papel.

No paro de pensar en ello, una frase que te cambia la vida, un libro o mismo una palabra, pero es lo que yo he elegido, es mi destino y espero que no cambie.

En ese momento sólo me puse a pensar, pero lo curioso no era en lo que pensaba, sino cómo; pintando, era como si la mano se moviera sola, no entendía nada hasta que volví a pensar en esa oración.

Esa oración era mi vida, y no quería que cambiara.

Mi vida no acaba aquí, necesito un futuro. Querer, quería ser pintor e iba a luchar por ello, por la oración y por mi vida.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.

No necesitaba entender ninguna de las palabras que emanaban de la boca de mi padre, como si de una catarata de desahogos se tratase, para intuir fácilmente el significado de aquello; estaban discutiendo de nuevo.

Siempre había ocultado a mi familia cualquier indicio que hiciese pensar que no me gustaba mi nombre pero aquella noche se desencadenó la tormenta perfecta. Mi madre se sintió defraudada conmigo y mi padre, un hombre de rutinas, anclado a las viejas costumbres, no daba crédito a mi discurso. A pesar de ello,.. no tuvo más remedio que aceptar la decisión.

Supe que mi vida iba a cambiar a partir de esa noche. De eso ya estaba seguro. Comprendí que estaba siendo sincero, y que su actitud era de auténtica sorpresa. Incluso había respondido con una mirada despectiva...Nada iba a ser igual...

Ya no había marcha atrás...

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Es una frase que no podré volver a decir, a pesar de que nuestro nombre siempre me gustó y estaba orgulloso de él… Pero, déjeme que le cuente: esta mañana recogí los resultados de unas pruebas que me aconsejaron hacer, después de un reconocimiento urológico. Al abrir el sobre, no podía creer lo que leía. Para no cansarle: soy, y he sido siempre, estéril. Me derrumbé. La alegría de mi vida y al que consideraba sangre de mi sangre, hasta hoy, ya no lo era. Traté de conseguir alguna explicación de la adúltera, como si yo no supiese que no podía haberla. Tras negármela, se cumplió mi justicia. Padre, ¿podrá el Señor perdonarme?

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, por eso nos deportan juntos. Otros nos tienen tanta suerte. Temo por mi mujer, pero al menos viajamos en el mismo tren.

Llevamos horas hacinados en este vagón de acero, el hedor es insoportable y hay llanto, dolor, gritos, sufrimiento. El viaje es un infierno. Debe ser una prueba de Dios; hemos sobrevivido al gueto y ahora esto…, cuanta impotencia, solo me quedan fuerzas para rezar.

El viaje continúa. Ha muerto gente. Llevo a mi hijo en hombros para que respire mejor. No quiero que mire abajo. Mi padre no se mueve, está dormido o algo peor. No puedo hacer nada, ahora mi hijo es lo primero. ¿Cómo estará mi mujer? ¿Cuánto durará esta locura?

Ha habido peleas y más muertes. Creo que algunos se han suicidado. Nos llevan a un campo de trabajo, cualquier cosa mejor que estos vagones. Mi padre no se mueve.

El tren se ha detenido al fin; la puerta se abre de golpe, la luz nos ciega, pero entra el aire y los pulmones se llenan de vida. El frío de la mañana nos recibe. No me separo de mi hijo mientras busco a mi esposa..

Los alemanes nos forman en grupos. Silencio. Dentro ha quedado mucha gente, muchos muertos. Sobre las alambradas resplandece un cartel: TREBLINKA. Hemos llegado.

Mientras hay vida hay esperanza.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. ¡No es una casualidad!... es una tradición familiar. A continuación, os contaré por qué todos los hombres se llaman Diego .En el año 1899 mi tatarabuelo Diego encontró una caja de madera. Dentro había un papel escrito por su padre .En el especificaba lo siguiente: Que si no se le ponía el nombre de Diego a todos los hijos barones que tuviera ellos morirían. Una bruja los había maldecido. En este caso, la bruja se había enamorado del abuelo del tatarabuelo pero él no quiso estar con ella y por ese motivo, la bruja Cayetana decidió castigarlo para el resto de la vida .El maleficio consistía en que todos los hombres de la familia se llamarían Diego, pues así es como se llamaba el hermano de la bruja. De ese modo, su familia estaría siempre vinculada a la bruja y él no podía evitarlo…

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Y la tradición continúa. Mi hijo también ha llamado al suyo igual. Es una costumbre que hasta ahora se ha cumplido y de las que no nos hemos apartado ningún miembro de la familia. El hecho de disfrutar del mismo nombre y apellido imprime un carácter familiar que se entronca en nuestra historia privada. No recuerdo que desde la épocas anteriores a mi abuelo, también portador de idéntico nombre, se utilizara ningún número ordinal o se usara el anglicismo de junior para diferenciarse. Tan sólo, y no siempre, únicamente en ocasiones determinadas, se nos denominaba con el sustantivo de hijo o de padre a continuación del nombre, con el fin de distinguir a uno de otro.

Tener el mismo nombre y apellido, en nuestro caso, no despersonaliza, sino que al contrario, remarca nuestro origen familiar, casi de clan, estableciendo una pátina que nos hace sentir orgullo de nuestra estirpe y nuestra procedencia.

Una familia en la que, por vía paterna, procedemos de Asturias, una tierra de la que nos sentimos hijos todos, aunque no hayamos nacido allí. Nuestra sangre asturiana palpita en nuestras venas y cada vez que recorremos sus paisajes o disfrutamos de sus encantos, sentimos que algo dentro de nosotros está satisfecho.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo y así será con los que vengan detrás, merced a una promesa que mi bisabuela, en su lecho de muerte, tras una vida llena de privaciones, le pidió a su marido. Consistía, ni más ni menos, en que a sus descendientes varones se les pusiera de nombre: Craso porque, según dijo, había leído que este personaje histórico fue en sus tiempos el hombre más rico de Roma. Yo pensaba que el más rico era Creso.

Según mi bisabuela, para más inri, de nombre Felicitas, eso iniciaría una época de bonanza para nuestra familia, muy hostigada por los rigores de una persistente pobreza.

Así que un día decidí leer la historia de Craso y descubrí el tremendo error de la bisabuela, porque a Craso, aunque poseedor de una gran fortuna, se le recuerda por el “craso error” que cometió al enfrentarse al imperio parto, hecho que le costó la vida de su hijo, la suya propia y la de todo su ejército.

A día de hoy seguimos siendo pobres de solemnidad. Somos como los bonsáis, si se me permite el símil, relegados a un pequeño espacio, insuficiente para crecer y eso no lo soluciona cambiar a Craso por Creso.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo; pero esto no tiene importancia cuando el primero de la lista no se acuerda de su nombre, ni de su hijo, ni de su nieto. Ese nieto que siempre tiene preguntas ingenuas pero perturbadoras: "Papá, ¿qué hacías tú durante el día del padre cuando yo no había nacido?". ¿Qué haría mi padre ese día?, me pregunto yo, en ese lapso en el que ya había fallecido mi abuelo - que se llamaba como mi padre - y yo aún no había nacido.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, pero mi hijo el quinto.

Cuando uno tiene cinco hijos y una esposa con gustos peculiares, los nombres a los que ambos estamos dispuestos a concederles se reducen a un limitado catálogo, y si pensáis que los nombres de a continuación son peculiares, imaginaos a los que me negué rotundamente.

Cian es mi hijo el mayor. Mi mujer siempre quiso tener una niña (entiéndase que uno de los motivos por lo que tengo tan amplia estirpe es porque mi señora esposa siempre ha querido una niña), y desde que era pequeña había soñado que su primera niña se llamase Celeste. Pero pasó que tuvo un hijo. ¿Qué hizo ante esta situación?, medio cumplir lo que tenía pensado.

Esto de los nombres ocurrió tres veces más: Jano, Áureo y Laureano (los gemelos), y por último, queriendo seguir con los nombres raros, y viendo que esto era ya algún tipo de señal, mi quinto hijo fue agraciado con un nombre bien raro: el mío y el de todos los varones de mis antepasados: José.

¿Y por qué es un nombre raro? Porque entre lo extravagante, lo común es lo raro.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Mi padre quería un hijo y durante todo el embarazo le decía a mi madre:

—María, tiene que ser un varón y se llamará como yo y cómo mi padre, José.

Mi madre no quería disgustarle .Le miraba con sus ojos castaños y poniendo su mano en la tripa le decía que palpara las patadas, que sería un hombrecito, que estaba segura.

Mi padre trabajaba desde que salía el sol hasta que desaparecía sobre las montañas que rodeaban el valle. Cultivaba tabaco, lo recogía y trasladaba las hojas al secadero. En el secadero mi madre le ayudaba con el ensarte.

.

El día del parto la sorprendió en el sembrado, mi padre que limpiaba los surcos, tuvo que ayudarla. Tumbada sobre una manta del secadero allí le vinieron las contracciones y el pujo, y fue mi padre quien me recibió. Cuando me tuvo en sus brazos y mi madre preguntó que era, él tan solo dijo es José, María José.

Mi padre nunca ha extrañado un hombrecito en casa. Desde siempre estuve muy apegada a él y nos convertimos en inseparables.. Siempre he sido su compañera trabajando de sol a sol con él.

Hoy después de treinta años, tengo en mis brazos a mi pequeño José y él se llama como yo, y yo como mi padre.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo

... Es una tradición de familia tan antigua que nadie recuerda cuando comenzó. Francisco Gándara es un nombre que pasa de generación en generación. Hasta lo que mi abuelo recuerda, siempre ha existido un Francisco Gándara en nuestra familia. No solo compartimos nombre y apellido, también compartimos oficio. Todos los Francisco Gándara son médicos, nos viene muy bien no cambiar de nombre porque así podemos utilizar la misma placa de buen latón que luce en la puerta de la consulta. Además estamos muy orgullosos de esta tradición familiar. Esto era lo que yo pensaba hasta ayer, día en que mi hijo vino a casa para hablar conmigo en privado. Pasamos al despacho, desde el principio estaba muy nervioso, cuando se fue entendí el por qué, sus palabras salian atropelladas de su boca y en algunos momentos hasta tartamudeaba, cosa que no hacía desde su juventud. Me dijo que cambiaba de profesión, que no lo aguantaba más, que había decidido comprarse una casita en un pueblo perdido de la costa y vivir la vida elegida por él. Que la tradición familiar le pesaba desde siempre, que quería quitarse la losa de encima. Las palabras salían de su boca como si de vómito se tratara. No supe que decirle. Se levanto y se fue

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo

...Y con él he vuelto, hoy, a la ciudad que me vio nacer, al otro lado del mundo. Teníamos que venir aquí, a este sitio del que le he hablado desde la cuna: la tierra de la luz, de los mil colores y las mil fiestas, de la canción Mixteca y los chapulines; tierra de pintores, de la gente de las mil sonrisas. Aquí soñaba, cuando escuchaba en alguna fiesta la gaita, con ver la tierra de mi padre, a la que ya amaba sin haberla conocido.

Cuando por fin “volvimos” a ese lugar donde yo nunca había estado, nos recibió la tierra de los mil verdes, de los mil nombres de lluvia, de la lengua poética, suave y musical, la morriña... y un nuevo inicio.

Hoy recorremos estas calles, por las que anduvo tu abuelo, en las que di mis primeros pasos, quisiera que escucharas el mensaje que susurran, porque estas piedras guardan la memoria de los que llegaron y anhelaban marcharse, de los que aquí nacimos y nunca quisimos irnos, y te hablarán también de los que vendrán para quedarse, reconciliarse, cerrar el círculo.

Nos llamamos emigrantes, seres divididos, tu abuelo, yo mismo, tú, ¡hijo mío!. Emigramos por el mundo, caminamos por la vida. Hoy “vuelves” como yo, de donde nunca te habías ido.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. No pisó jamás mis talones agrietados, sin embargo, la indómita fortuna, que a ellos acompañó y a la que, por descarrilarme del sendero de la tradición familiar, un mes de ventaja le sacaba. «¡Huy, ochomesino el niño, qué mal fario…!», vociferaban a diestro y, aún más, a siniestro los aledaños vigías.

Desde entonces el ocho...Con sus inmutables ojos me ha perseguido dondequiera que he exhalado aliento; he sentido el hastío de contrarrestar su tendencia a la horizontalidad a fin de alargar mis desgracias hasta el infinito. Cansancio.

Es, dicen, la esperanza lo último que perdemos; muerto estoy, pues, hace tiempo: me desbrozaron ese oscuro día, que, para desgracia mía, tan claro siempre vuelve. Recuerdo bien la escena. La sueño, pienso, imagino, modifico y vuelta a empezar. El número se tumbó por fin. Ya nadie alterará el curso de la tarde en que mis cetrinos dedos arrojaron el moribundo pitillo donde un cuerpo inerte aparecía, ocho minutos después, esos ocho que guardan mis velas entre metálicas cortinas.

Acabado ya, puedo, al menos, declarar lo que mi compañero de penas me decía: no, yo no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Esto viene sucediendo desde tiempos inmemoriales. Supongo que la idea se le debió de ocurrir a algún antepasado que, considerando el apellido muy poca cosa para perpetuar la estirpe y, con cierta admiración por la realeza, decidió implantar esta tradición familiar.

Curiosamente, los Pablo Arduaz somos poco proclives a tener hijos varones, motivo por el cual, y también desde nuestros ancestros, todos han gozado de familia numerosa, compuesta por varias hijas y un solo varón. Todos a excepción de mis padres, que tan solo tuvieron un vástago, o sea, yo. Casi seguro que por considerar que el mundo ya podía seguir girando con el nuevo Pablo Arduaz.

A mí, la verdad, a pesar de haber seguido la tradición, siempre me ha parecido una absurda y monótona costumbre. Y es que los reyes añadían un cardinal detrás del nombre, pero en los Arduaz nos hemos tenido que apañar con una amplia gama de diminutivos, Pablillo, Pablito, Pablete… vamos, una cursilada que a menudo no sirve de nada en cuanto estamos más de dos. Por eso me llenó de alegría la valentía de mi hijo Pablote al comunicarme que, ni él, ni su pareja, que resultó llamarse David, deseaban tener descendencia.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo...

-Es completamente absurdo, porque en realidad soy la hija de mi padre y la madre de mi hijo.

Luego de pensarlo un breve instante, mi madre me recuerda el segundo nombre de mi padre: María. De haber llamado a mi hijo como su abuelo Antonio, y haber usado María Antonia como apelativo, habríamos sido las personas perfectas para este concurso de micro relatos.

En vez de eso sucedió algo mucho más extraño. Decidí cambiarme el nombre.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.

Allí estaba, sentado en el que siempre había sido su sillón, mirando a través de la ventana con su arrugada sonrisa, removiendo su té calentito con limón, su favorito desde que había ido a Londres en el 57.

Hacía tiempo que no se lo tomaba. Empezó olvidando el fuego encendido, y al final ya no recordaba cómo calentar el agua. Solía rememorar conmigo sus batallas en la España del Caudillo mientras la tetera burbujeaba.

También había dejado de hacer eso.

Ya no le oíamos reír. Ya ni le oíamos. Ya no hablaba, ni caminaba, ni me daba las buenas noches. Ni siquiera me reconocía a mí. «Cuando España vuelva a estar mal, que lo hará, serás una revolucionaria que no se rendirá como yo», solía decirme.

Un día dejó de saber quién era él mismo. Nos habían dicho que era parte de la enfermedad; pero yo no me rendí.

–Abuelo, ¿cómo te llamas?

Pasaron los meses y cada día le repetía la pregunta, sin obtener respuesta.

Era domingo, día de comida familiar, y aunque los demás habían dejado de tenerle en cuenta, repitió:

–Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.

Y recordé que esa mañana había olvidado preguntárselo.

–Juan –susurró sonriendo.

Y saboreó su té, calentito con limón.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo el mayor. Mi bisabuelo, de mismo nombre, comenzó esta tradición familiar típica de estos años y que supongo que ahora, en tu presente, ya se habrá perdido. Lo que por desgracia se mantendrá como sagrada tradición y nunca se perderá es la crueldad humana debido a la cual, ahora mismo, estoy embarcado con la compañía de las personas de mismo nombre para llegar a un destino en el que espero que podamos rehacer nuestras vidas. Aunque sé que los seres humanos crueles siempre han existido, debo reconocer que hasta un preciso día, el cual prefiero no recordar, no los había visto desarrollar tan cruelmente sus sucias tareas. A partir de ese día decidimos no volver a hablar de la Guerra Civil ni de sus tristes consecuencias y decimos, además, exiliar para que esta difícil tarea nos resultase más sencilla.

19-09-1937

Cuando Juan terminó de leer la hoja de papel que encontrara en aquella botella de cristal que él mismo había recogido de la ría, no podía creer lo que había descubierto. La angustia le recorrió el cuerpo hasta llegar a su garganta al recordar que la situación de aquel hombre estaba siendo vivida por otras tantas personas de nuevo y de que las mentes humanas crueles todavía seguían existiendo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, Todo lo demás, es mera casualidad.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo,y somos buscadores de tesoros. Mi padre fue tan pobre en su juventud que exploraba la playa cada día, convencido de que el mar le regalaría algo que lo librara de su miseria. Yo al principio le acompañaba; luego me aficioné a ir solo, pero mi mejor hallazgo fue una cadenita de plata. Como aquello no daba para vivir me busqué un oficio y me hice percebeiro; al fin y al cabo también es un modo de encontrar tesoros.

Mi hijo decidió ser buceador buscando la paz de ese mundo ingrávido de luz tenue, habitado por seres silenciosos… Un día le contrataron para escudriñar en las tripas de un galeón hundido cerca de Madeira.

Y allí la vio, en sus túneles oscuros de madera podrida: una cabellera ondulante como las algas, una mirada amarilla, su mano que le guiaba entre burbujas hasta el cofre lleno de oro y joyas. Y allí, tras un destello de sonrisa y un rápido latigazo de su cola, desapareció.

Mi hijo es ahora un hombre rico, pero no es feliz. Podría permitirse no volver a trabajar en cuatro vidas, pero sigue zambulléndose por si vuelve a encontrarla.

Y dice que si tuviera un hijo jamás le llamaría Elpidio. Porque es duro vivir siempre de ilusiones.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.

Hace un tiempo mi hijo me preguntó: - papá porque nos llamamos así?

- hijo mío qué quieres que te diga si los tres somos abetos. Cómo quieres que nos llamemos? Anacletos?

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.

¡Hola! Soy Fernando y me llamo como mi padre.

Nos llamamos igual pero no tenemos nada en común. A mí me gusta el rojo y a él le gusta el azul.

Tampoco nos parecemos en los rasgos: yo tengo pecas y mi padre no; él tiene los ojos azules y yo los tengo verdes; yo soy rubio y él moreno. Nunca coincidimos en nada, a mí me gusta el voleibol y a él el baloncesto. Él es capaz de ganarme al ajedrez y yo le gano a las damas.

Mi padre toca la guitarra y yo el piano.

A mí me gustan los vídeojuegos y a él le gusta leer libros.

Yo soy inquieto y divertido y mi padre es tranquilo y un poco aburrido.

A mí me gusta Abraham Mateo y a él Michael Jackson.

Yo quiero las orquídeas y mi padre las margaritas.

Aunque tengamos tantas diferencias no nos apenamos porque sabemos que todas las personas son diferentes y deberíamos aceptarlas tal y como son.

Pero sí tenemos una cosa en común y es que nos queremos mucho y el amor y la amistad es lo más valioso que existe en el mundo, más que el oro, la plata y todas las joyas del mundo.

Cuando me casé tuve un hijo y, mi mujer y yo le llamamos Fernando porque se parecía a mi padre y a mí.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Y es una concentración nominal ficticia, porque como yo, como nosotros, pocos hay, pocos se llaman. Pocos le dan importancia a llamarse y por eso todos se llaman igual. Nosotros tenemos un nombre distinto, que es lo primero que hay que tener. Antes de nacer uno, ya todos piensan en su nombre y una vez puesto, también todos parecen olvidar su importancia.

Entre los nombres obscenamente comunes de los hermanos de mi padre, destacaba el suyo. Y quizá fuese por ello que todos los parientes, vecinos y conocidos lo recordaban más que a los otros. Así llegó su primera oportunidad, porque mi abuelo, Pepe “el carpintero”, tuvo varios hijos diestros en el arte de la madera, pero sólo uno tenía un nombre memorable, raro, extraño. Especial. Era mi padre que, a diferencia del suyo, antes de ser carpintero ya era alguien. Tenía un nombre que le permitía ir por ahí sin ninguna otra definición. Y por su nombre lo reclamaron.

Con su nombre firmó una escultura en madera. Una pieza rara a la que bautizó como él. Y a todo le siguió imprimiendo su nombre. Personalidad, trabajo y obra. Hijo y nieto. Un vocativo convertido en valiosa herencia. Imprimir sentido a un nombre, hacerlo y, luego, regalarlo. Silverio.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. De todos los que he tenido a éste le ha dado por estudiar. El ganado ya no me da para más, y como los otros dos son tan buenos trabajadores, lo he mandado a la capital a gastar el dinero que ganan sus hermanos.

Su hermana mayor no se ha casado. A veces, me lo recrimina, y últimamente más a menudo; pero yo no fui quien le ató una soga al cuello a su madre en la vaquería. A la pequeña la casé bien y ahora vive con su marido y sus tres hijos, unos caprichosos que no saben lo que es trabajar.

- Adelita, ¿ha llegado ya tu hermano?

- No, padre, siéntese y no me pìse lo mojado; ¡qué manía con pisar siempre lo que ya está fregado!. ¡Haga el favor!.

- Cada día te pareces más a tu madre, Adelita, se te está agriando el carácter, como le pasó a ella.

De pie, junto a la ventana, contemplaba el ensilado, cuando vi cómo se acercaba el coche de mi hijo, por el camino encharcado.

- Adelita, ya ha llegado el "médico", sirve la comida. Adelita.

Su madre fue más prudente.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Podría ser anecdótica esta circunstancia si no fuese porque, en el pueblo, es tradición bautizar al primogénito con el nombre de padre. Mas volviendo al relato de los hechos acaecidos en la tarde del veintitrés del corriente añadiré, si me lo permite su señoría, que fue esa circunstancia y no otra la que provocó que el susodicho Eladio Montero (hijo), se presentara en la casa escopeta en mano y, bien lo sabe Dios, dispuesto a derramar sangre.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Sé que pronto los veré y no podré reconocerlos, tras pasar tantos años sin mirarme al espejo. Tampoco me he visto reflejado en ninguna pupila, incluso eso nos ha arrebatado la dictadura: la capacidad de vernos a través de los ojos de otros. Han pasado muchas cosas, el tiempo sobre todo, dejando tras de sí un tinte de sufrimiento con un intenso aroma a esperanza. Entre los tres nos consideramos un nido de pájaros, pero sin nido, y solo hay un pájaro, que aprendió a volar solo entre las trincheras. De tanto que nos parecemos, que los tres somos el mismo; porque yo cuido de mí y mí cuida de yo; soy mi padre y mi hijo en esta madre patria.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo... dijo Pedro, el Rifeiro, golpeando el mostrador con el culo del grueso vaso y haciendo saltar unas gotas de vino.

Los presentes se miraron sin decir nada. Todos sabían que su padre no era su padre y que su hijo no era su hijo. La mala suerte y la bebida hicieron que Sebas, el Barallocas, repitiera en voz apenas audible, aunque suficiente para que el Rifeiro lo oyese, los pensamientos de los clientes que allí estaban. Este se dirigió hacia él furioso, echando espumarajos por la boca; le agarró por las solapas de la chaqueta y le conminó:

Retira esas palabras y pide perdón: a mi padre, a mí y a mi hijo.

¿Por qué había de hacer eso, si todo el mundo sabe que es verdad? balbuceó el Barallocas.

No hubo más palabras. El Rifeiro lo sacó a rastras del local y una vez fuera le metió la cabeza en el abrevadero hasta que dejó de hacer burbujas. Lentamente, secándose con el pañuelo, entró en el bar, pidió otro vino y, como si tal cosa, se dirigió a la concurrencia.

Como iba diciendo: mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo…

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Jaime, así me llamo. Represento la quinta generación con ese nombre. Mi abuelo me insistía de pequeño que tenía que llegar lejos, que los hombres de la familia no habían salido del pueblo. Y esta vez, le he hecho caso y estoy a punto de cruzar el charco.

La semana pasada, mi jefa me comunicó mi nueva posición en Costa Rica. Lo que más me preocupó era contárselo a mi abuelo. Él se había hecho cargo de mí cuando aún era un niño y seguimos manteniendo una relación muy especial.

Ayer visité al abuelo. Le conté que me habían ascendido y que me iba a vivir a Costa Rica por un tiempo. El abuelo con tono melancólico me recordó que él esperaba que saliera del pueblo, pero que Costa Rica estaba a miles de kilómetros y con un océano de por medio.

Respiré profundamente. Ya se lo había dicho, ahora sólo tenía que concentrarme en preparar el primer viaje a San José. Todo un reto. Pero no me asustaba, desde que me quedé al cuidado del abuelo Jaime, mi vida había sido una continua historia de superación: primero, quedarme sin padres; después irme a vivir al campo y finalmente, apañármelas sólo.

Ahora tocaba un cambio de rumbo, pero esta vez, sin mi abuelo Jaime cerca.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Mi bisabuelo, tatarabuelo y miembros varones de mi estirpe cuyos certificados de nacimiento cayeron en nuestras manos para poder verificarlos, hemos tenido la misma buena ventura de perpetuar esta honorable herencia maldita. Las tierras labradas, ganados criados, terrenos agrícolas, reliquias religiosas y antiguos tesoros no han podido ser heredados, no. Pero el nombre que no falte. Tradición, lo llaman algunos, mala sangre otros. Por esa razón, nosotros al final hemos sido llamados por seudónimos o abreviaturas más o menos cariñosos.

Mi idea no era llamar a mi hijo como todos mis ancestros, pero la abuela Eugenia, poseída por el fervor del éxtasis de Santa Teresa, cayó de rodillas al suelo del baptisterio, rogando por San Nicolás de Myra, como buena hija de marinero, que la tormenta de la maldición no cayera en vano sobre aquel nuevo miembro de la familia. El nombre elegido, era cristiano, conocido y de fácil pronunciación. Pero mi gozo, consensuado y acordado con mi señora mujer, cayó en pozo vacío, seco y estéril de albergar un nombre innovador. Por lo que nuestro linaje se sigue perpetuando al son del nombre maldito.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, Mi nieto se llamaba como su padre

¿Ha muerto?

No, sólo se cambió de nombre.

¿No le gustaba Carlos?

Eso parece. Ahora se hace llamar Carla.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.

Fue un "privilegio" del que se salvó por ser el último de seis hermanos. Pero le tocó el nombre del príncipe lo que como a su hermano mayor, les obligaba a defender con honor la encomienda.

Obligados a respetar los símbolos pronto cayeron en la cuenta de aquello tan melodramático de " La importancia de llamarse..."

Corría la Transición con sus grandes y significativas luchas en las que tímidamente, se mecían sueños que tardarían años en florecer. Se hablaba de cambiar el sentido de los apellidos, de añadir alguno a los que ya se tenían, Apostatar de la religión o lo más increíble que hablaba de quien se declaraba insumiso al ejército .Pero nadie hablaba aún de la frivolidad de cambiarse el nombre.

Si le hubiesen ungido con un Anacleto, Rudesindo o Pegerto pues aún, pero llamándose Juan Carlos...

Tampoco se salía del armario y por eso no se planteó contar que era Republicano por si las cosas en España no hubiesen cambiado tanto.

Aceptó así la corona que le ungía como rey de segunda mano y esperó que el tiempo pasara. Años después aquél rey pasó a la historia y vino otro. Cuando su libertad parecía firmada le nombraron "Rey Emérito" y a nuestro heredero súbdito perpetuo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Así, cuando llamo a Pedro cada Navidad, la mesa se llena y no me encuentro solo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Sentí un gran alivio al corroborar que no era él. Ese cuerpo tirado en el suelo que no perturba a nadie porque no es un querido ni un desconocido. A nadie ha amado ni amará nunca porque ahora yace muerto, como un muerto más que lo hace todos los días. Y digo que sentí un gran alivio porque en esa misma manera me llamó mi prima Rita y me dijo que había visto una persona fallecida en plena calle, en medio de un tumulto y que éste, el muerto, se parecía a Ignacio, mi marido, mi Nacho, quien sí ha amado y amará por siempre; a mi, su querida esposa y que de forma extraña lleva más de una semana extraviado.

Inmediatamente tomé mi bolso y salí a toda prisa a esa calle y ese tumulto que me había mencionado Rita para percatarme y en feliz término que se hombre, el muerto, no era en realidad mi Ignacio, mi querido y amado esposo, Ignacio.

Aliviada, fui a casa, dejé mi bolso en la mesa del comedor y me dirijo al teléfono para avisarle a la prima Rita que el hombre en la calle, el muerto, no era mi Ignacio y luego recordé que Rita tenía varios meses de haber muerto.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Siempre me parecieron curiosos los nombres compuestos, unidos por algún extraño motivo sin relación. Nadie se imaginó que a mi bisabuelo se le ocurriría el nombre de León Rigofredo para su hijo. Mi abuelo era un tipo carismático, único en su especie. Mi abuela decía que dependiendo de qué lado del rostro le iluminara el sol, cobraba un aspecto dulce como la miel, o amenazante como el mar bravo de la costa norte. Lo que mi abuela afirmó fue que su marido era bueno, inofensivo y amante de la vida. Sin embargo, la prensa y el juez parecieron obviar su declaración, y cuando León fue encontrado ahogado en la orilla de la playa Valarés al lado de un crío malherido, se le juzgó como intento de secuestro. Nada importaba al fin y al cabo la sentencia, pues mi abuelo ya estaba muerto. Diez años después, vino a verme un tal Pablo a casa. Me confesó que mi abuelo le salvó del oleaje del mar, y que por aquel entonces estaba tan aterrado que fue incapaz de pronunciar palabra. Cuando mi abuela vio el cádaver de su marido tumbado en la arena, lo primero que dijo fue: “León, con qué rasgos tan crueles amaneciste hoy, amor”. La tormenta inundaba el cielo y ese día no hubo rastro de la luz del sol.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, marineros de pura cepa, apasionados del mar, hasta que nació Carlos. Cuando se hizo mayor decidió ser periodista y marcharse a la capital Una mañana paseando con mi padre mirando el embravecido mar, me preguntó..

¿tu crees que Carlos echa de menos el mar?

Con una sonrisa en los labios dije, claro que si y le leí un articulo que publicaba el periódico que me había comprado, decía así....

Soy hijo y nieto de marineros, esa gente de piel morena curtida por el sol, gente de corazón generoso que cada amanecer sale al mar desafiando las embravecidas olas, quizás para darle a los suyos un futuro mejor. Eses hombres que al llegar a puerto con el cansancio en su rostro, se vuelven hacía ese mar que tienen como aliado y dicen..gracias por regresar, como si de un ritual se tratase.

Escribo este articulo desde un ventanal donde no puedo ver el mar, pero es tan grande la pasión que por el tengo, la morriña que por el siento, que cada noche sueño con cánticos de sirenas.

Firmado Carlos el marinero de tierra adentro

Miré a mi padre y la palabra se volvió lagrima de silencio.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo

Fui novelista, periodista, ensayista,

editor, académico,

padre, hijo, marido...

Cela el público?

Cela yo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo Eirás, estamos en el sitio grande, afuera nieva por eso nos dedicamos a las tareas especiales. Desde la entrada apenas se vislumbran el barranco y el río, mañana tampoco podremos pescar.

Puse manos a la obra, de reojo veía con cuánta precisión trabajaba mi joven hijo, parece tener una habilidad especial que yo no poseo; me enfurece verificar que me supera pero trato que nadie lo note, tengo firme mi orgullo.

Intenté concentrarme con esmero pero no tuve buenos resultados, cada tanto oía exclamaciones de asombro a su alrededor y me perturbaba aún más pues también lo hacía mi padre. Nadie mira mi obra solo ven la de él, parece fluirle como si algo sagrado lo guiara en su trabajo. ¿Qué será? ¿Por qué lo eligió a él?

Contra mi voluntad, me hallé con todos mirando lo suyo; quedé deslumbrado, no por la gran cantidad de antorchas si no por los hermosísimos bisontes y venados que fabrica en la roca. No debería extrañarme que plasme tan bien a éstos últimos, lo he visto reír mientras los acaricia y les habla bajo a orillas del río cuando bajan a beber; no sé qué le contestan, pero él los conoce de cerca. Pero yo los cazo con una destreza que todos admiran y que él desconoce.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, así reforzamos la línea de la vida. Yo soy el centro de esta línea que inicia los nombres repetidos en la noche de los tiempos. A mi izquierda, el de mi padre. A mi derecha, el de mi hijo. Y no vayáis a pensar que si nace mujer romperemos la costumbre. Nuestro nombre sirve para los dos sexos.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Esa herencia o costumbre que tenemos de llamarnos iguales. Pasarlo de abuelos a padres y de padres a hijos, una herencia que dejan. ¿Para qué? ¿Deja de ser tu hijo menos hijo? ¿No son vidas diferentes?

Esa costumbre o norma que nos imponen de seguir el camino de nuestra familia; por qué no decidir hacer nuestro camino con pasos propios. Queremos lo mejor y nuestra familia lo quiere para nosotros. Nuestros antepasados vivieron la misma situación que se nos plantea ahora a muchos. No todos tenemos que ir en la misma línea, no hay por qué compararse ni seguir a los demás. Debemos hacer lo que a cada uno nos haga felices; no a nuestra familia, no lo que la sociedad crea que es lo mejor.

Cada José, cada María, cada Carlos; sus nombres serán iguales, pero no su vida, recorrido, decisiones… Eso es lo bonito de la vida, el recorrido. Tu nombre no define quien eres o hacia dónde quieres ir o a donde llegarás; lo que importa es lo que has hecho en la vida, estar a gusto contigo, ser reconocido por tus logros… Esto es lo que se debería dejar en herencia: los recuerdos, las historias, las vivencias. Eso es lo importante porque al fin y al cabo todos somos diferentes y únicos. Todos tenemos sueños e ilusiones.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Algo que siempre había deseado mi madre, ahora fallecida.

Cuando descolgué el teléfono, no imaginaba que esa llamada me iba a hacer ser conocedor de tan triste noticia. Lo mismo le debió pasar a mi hijo, que adoraba a su abuela.

Al llegar mi hijo y yo a la casa del pequeño pueblo de A Coruña donde residía mi padre, el ruido de la madera crujiendo comenzó a seguir nuestros pasos. El característico olor del café bañaba el ambiente y empezaba a ocultar el de la propia casa.

Cuando las marcas de café de nuestros labios se habían secado sobre los vasos, dirigí la vista hacia mi padre y me di cuenta de que la pobreza había adelantado su envejecimiento. Sus ojos me transportaron a un bonito lugar que, indudablemente, él nunca había visitado. Ni en sus mejores sueños pudo el hombre romper con la fuerte cuerda que lo ataba a vivir en tan malas condiciones.

La muerte de mi madre aún no había sido asimilada. Una muerte que ella misma, desde hacía dos años, deseaba y pedía a Dios. Encamada y sin poder moverse. La muerte, por primera vez, le había hecho un favor a alguien.

Mi padre entristecido, pero a la vez liberado, sabía que la mujer que más había querido en su vida no volvería a sufrir nunca más.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, le dije al guardia mientras mi hijo permanecía atrincherado en la mercería de enfrente con dos costureras como rehenes.

─Eso está bien─ dijo el guardia─ pero haga el favor de decirme como se llama.

─¿Quién?

─Su padre, su hijo o usted, da igual.

─No me acuerdo...─dije yo.

El guardia empezó a hurgar dentro de de mi chaqueta, sacó la billetera y de ella mi carné de identidad; lo miró al calor de una farola, y acondicionando la bocina a sus labios gritó en dirección a la mercería:

─!Señor Agustín Dorado...le ruego que deponga su actitud!

Desde la mercería, el renegado de mi hijo ─es capaz de estar cuatro días atrincherado y acabar su proeza con una sangría─ contestó:

─¿Y por qué habría de hacerlo?

─Su padre se ha fugado de la residencia y está extraviado por culpa del alzheimer, vamos, que anda perdido y hemos dejado de buscarlo para que usted se entregue.

─ ¿Es eso cierto?

─!Cierto!─ contestó el guardia.

Un minuto después, mi hijo apareció bajo el letrero luminoso ─depositó las dos agujas de ganchillo que tenía como armamento a sus pies─ y se entregó a la autoridad con las palmas de las manos en la nuca y la preocupación lógica de no saber donde estaba yo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, y su hijo quizás se llame igual.

Nunca me gustó ese nombre. Me recordaba demasiado a mis raíces, era un grillete que me ataba y me condenaba a no ser libre.

Heredé el nombre familiar, los apellidos, hasta parte del aspecto físico. Pero en mí apareció un gen nuevo, una mutación, un ansia. Qué se yo. Quería salir del pueblo, ver mundo, explorarlo y conocer otras gentes, lejos, muy lejos.

En mi interior sentía un anhelo por conocer lo que me era ajeno, por aprender cada día algo diferente.

Me sabía querido. Pero me alejé de todo lo que conocía y recorrí mundo. Quise comérmelo y algo de él se quedó en mí.

Y descubrí y compartí el Amor con mayúsculas en la otra punta del mundo. También sufrí penalidades que hicieron replantearme mi huida hacia adelante. La muerte lo trastocó todo. Mi hijo fue lo que sembré y lo que recogí de vuelta de aquellos viajes.

Hoy, desde el rincón donde brotaron mis raíces, vemos el mundo juntos, despacio, apreciando lo bueno de los sitios pequeños, cultivando un legado de amor y aprendizaje para su futuro.

Quizá mi hijo haya heredado de mí ese mismo anhelo por viajar. Pero yo ya no podré estar a su lado cuando quiera descubrir de dónde procede su otra mitad.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, o casi como mi hijo. Él se llama Peter, yo me llamo Pedro. Lo de Pedro fue idea mía; había que conservar las raíces, saber de dónde viene uno. Mi esposa se opuso: déjate de nostalgias, aquí nació tu hijo y aquí se morirá. ¿O apoco piensas que volverá a México?

No, en absoluto. Los chicanos nunca regresan a México y después de la segunda generación, el español va desapareciendo paulatinamente. Sus padres los llaman Juan y Ernesto, pero ellos llaman a sus hijos John y Ernest.

Sin embargo, hay una minoría de hispanos que sí mantienen el idioma materno por generaciones. ¿Qué de malo tenía? ¿Desde cuándo hablar dos lenguas era un defecto? Yo quería que mi hijo perteneciera a esa minoría, sólo que mi esposa no estuvo de acuerdo y propuso una locura: Donald. Yo pegué el grito en el cielo y ella propuso una segunda locura: Franklin Donald.

Nos enfrascamos en una acalorada discusión en la que cada quien terminó llamando fascista al otro. Al final ella, más diplomática, sugirió lo que fue la solución: ni Pedro ni Franklin, se llamaría Peter, que es casi lo mismo que Pedro pero en inglés. Cedí. En el matrimonio hay que contemporizar. Así que mi hijo se llama Peter, casi como yo. Casi Pedro.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.

De mi nacimiento, nada recuerdo. No sé si me gustó nacer o si me abalancé hambriento sobre mi madre cuando me tomó entre sus brazos. No recuerdo el desgarro de sus carnes ni el olor de su sangre, ni la primera bofetada de aire, ni si me sobrecogió el abandonado a la soledad de los años.

De ese día sólo sé que yo era el mayor y mi madre primeriza. Ella se llamaba igual que nosotros también, pero en mujer. A mi padre tardé un tiempo en reconocerle en las postales y fotografías y ahora sé que al final uno juega con el parto que le toca y que las circunstancias que acompañan esos primeros momentos condicionarán toda su vida.

Por eso este nombre es tan nuestro. Todos lo saben en el pueblo y no osan desgastarlo usándolo para ellos, a pesar de que la envidia es, a veces, la osadía de los necios.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.El nombre de los hombres de mi familia sólo ha tenido sentido a través del de de sus hijos. Todo empezó en mil novecientos algo cuando uno de mis antepasados, historiador, estudioso del imperio romano y gran admirador del militar Marco Antonio, decidió poner ese nombre a su hijo y recoger en su testamento su deseo de que todos los hombres de su familia bautizaran del mismo modo a sus primogénitos. Durante casi un siglo, el nombre se ha perpetuado de padres a hijos en una especie de broma pesada y sin sentido. Hemos arrastrado ese anacrónico y obsoleto nombre y también sufrido todo tipo de burlas y chistes.

No fui capaz de romper la tradición con mi hijo por un miedo absurdo, supersticioso a provocar la furia de mis ancestros. Pero mi hijo era diferente: desde pequeño sentía predilección por las ropas y los objetos femeninos y rechazaba su nombre, tan masculino y dominador. Era valiente para ir contracorriente. No me extrañó cuando me anunció que se iba a someter a una operación de cambio de sexo. Al fin alguien se había atrevido a romper la maldición familiar. O eso creía yo. Las carcajadas de mi antepasado, el historiador, casi no me dejaron oír el nombre que mi hijo había elegido para su nueva identidad.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. En mi vida hay 3 pilares indispensables cuya ausencia significaría la perdida de una parte de mi alma. Toda criatura tiene fecha de caducidad, por mucho que al principio parezca que su existencia no tenga final. A llegado el día. Busco desesperadamente su mirada para decirle lo mucho que le quería, solo con mi rostro las palabras eran innecesarias. La aguja penetra su debilitada piel silenciando una vida ahogada en el dolor. La llama en sus ojos se apagó, apagando con ellos mi alma. Siento afiladas cuchillas clavándose en mi garganta, golpes de martillo en la cabeza y las uñas de la tristeza desgarrándome todo mi ser.

Unas lágrimas brotaban en un intento de apaliar mi dolor, pero no había consuelo para mi.

Me prometiste estar siempre a mi lado, no me abandones aun...

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Mi padre se llama Juan y es un hombre muy trabajador que dejó la casa en la que convivíó con mis abuelos cuando él tenía 14 años para mudarse a una ciudad a casi 300 kilómetros de donde él vivíó y así ponerse a trabajar a esa edad y ganar su propio dinero.Ya han pasado 44 años desde entonces y él continúa viviendo en la misma ciudad a la que él se mudó y está felizmente casado con mi madre y tiene un único hijo que soy yo y mi hijo se llama Juan con lo cual los tres tenemos el mismo nombre.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Ese entre azar y herencia hizo que yo viese como él, Sebastián, el primero de los tres, tiñera su vejez entre conciertoa de toses y carraspeos que asomaban cada mañana en el hospital, antes de hacerlo el sol.

Un día, Sebastián, él, decidió adquirir como único pasatiempo arremolinarse frente a la ventana para ver el desfile de mortajas. Fue el mismo día que yo, otro Sebastián,,empecé a verlo más al fondo de su habitación, más enclaustrado, con la mirada temblando entre los dos lados de la vida.

104 años de vida sumaba ya, aunque siempre apresurara a matizar que cuarenta eran sin siquiera tomarse la molestia de hacer amigos, total a todos había de ver en procesión en el aquelarre de mortajas a través de la opaca ventana.

Días después añadió traje al decorado inerte: zapatos bien cubiertos de betún, pantalón y camisa plisados, dobleces en los puños, hecho un pincel como quien espera a su enamorada antes del primer beso, y el reloj en las doce en punto, anclado... si era la misma vida a las tres que a las once, entonces ¿para qué diferenciar un minuto de otro?

Desde entonces, el camisón de enfermo y Sebastián esperan turno. Uno en algún cajón. Otro en su celda blanca. 105 años cumplió ayer.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Cuando llego del banco jugamos a elefantes y leones. Deja sus jarabes de mentirijillas y levanta la mano derecha imitando una garra mientras ruge. Catalina, mi mujer, ya no me pregunta por los clientes. Lejos quedan ya sus sueños de esposa novata en los que yo me convertía en mi padre: Ricardo Montalvo, excelente director de banca.

Mi hijo, y yo, solemos ojear libros juntos. Mi padre manifiesta una avanzada sordera que hace imposible que compartamos con él nuestras historias, aunque sospecho que no le interesan. Es más, seguro que las desaprueba.

Cuando jugamos a boticarios guarda las moneditas en unas cajas de cerillas ordenadas a tal efecto. Catalina opina que son pamplinas. Si le llevo a la oficina en víspera de festivo, lo interroga al volver, intentando vislumbrar un ápice de ilusión por la profesión de banquero. Pero él corre a revolver en su maletita, saca sus esparadrapos y le envuelve la rodilla con esmero. Mi mujer me mira con indignación, culpándome.

Esta Navidad Catalina no cesa de hablar de un ábaco que ha visto para el niño. Sin embargo, cuando Ricardo descubra el cuentagotas que los Reyes le dejarán por ser tan listo y despierto, no habrá sonrisa más grande en todo el país ni padre más feliz.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.

Mi hijo no heredó solo el nombre, también los rasgos familiares... La mandíbula ancha, los ojos grandes, ese gesto tan nuestro, la forma de sonreír ante los disgustos... Su personalidad tan suya, y en parte tan mía. He visto como desde niño se enfurecía ante las injusticias, se negaba a aceptar limitaciones , Yo observaba orgulloso como él se convertía en un hombre, un amigo, un ser excepcional.

Ayer me sentó delante de la mesita del comedor y me lo soltó, así, como él hace las cosas, directamente y sin aviso. Me dijo que era homosexual. Me dijo que tenía pareja, desde hace tiempo. Me pidió apoyo, con su sonrisa franca y grave, me suplicó que no le diera de lado. Yo no pude, no supe, no ...

No estuve a la altura. Mi hijo no aceptó nunca que nadie le dijera cómo debe vivirse la vida, eso le enseñé pero no tuve en cuenta de que ese nadie, me incluía a mí. Si vuelvo a verle, esta vez sabré ser su padre.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo sentenció, sin despegar la vista del televisor, sentado en el sofá, con los puños apretados sobre las piernas. «Papá…». «Deja…» dijo mi madre con voz queda, de pie, junto a mí; ciñendo su brazo al mío que no había soltado desde que entrásemos al salón. Con un leve gesto de la cabeza me rogó que saliéramos. Ya en el vestíbulo, mi madre continuó: «Has de entenderle. Él a su manera, te quiere mucho». «¿A su manera?» le pregunté mirándola a los ojos, pero ella bajó la mirada. «Tengo que irme». Le di un beso en la frente y, cuando ella levantó la cara, vi que rodaba una lágrima por su mejilla, fingí no verla. Abrí la puerta de aquella casa, de Mazinger Z y de bocadillos de pan con chocolate en la cocina. Entré en el ascensor sin mirar atrás, cuando la puerta se cerró presioné el botón. Me miré en el espejo, me pellizqué los pómulos y me aseguré de que el rímel estuviera intacto. Me humedecí los labios y le regalé al espejo una sonrisa triste de arlequín herido. Para entonces el ascensor ya había llegado a la planta baja, me alisé el plisado de la falda, respiré hondo; como un actor entre bambalinas antes de su debut, y abrí la puerta dispuesta para el gran teatro del mundo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, el cual lleva por nombre Pablo. Cierto día se me ocurre visitar el cementerio, al cual yo frecuentaba ir cuando sólo era un niño. Ahí, escondido entre árboles y oculto entre rocas, yace la tumba de mi padre, quien, conocido como el gran Pablo, descansa en paz tras largos años de entierro.

Hoy en día vivimos felices junto a los nuestros, con quienes compartimos penas y alegrías, con quienes reímos y lloramos, a quienes amamos.

Mi hijo y yo compartimos el mismo nombre, porque somos uno mismo y seremos siempre padre e hijo, como lo fui yo con mi padre hace años atrás.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. He conocido a varios hombres que se llamaban como sus padres y a algunos que han heredado los apodos de sus progenitores. Ni lo uno ni lo otro tienen nada de particular. Mi familia, en cambio, es diferente.

Todo empezó cuando nací yo y mi padre abandonó la penosa tarea de buscar un nuevo trabajo cada cinco meses. Sus problemas de salud lo obligaban a quedarse en casa durante días y ninguna empresa quería conservar a un empleado tan poco productivo. Mi venida al mundo fue la ocasión para que él se desentendiese por fin de la vida laboral y se dedicase a mi cuidado y al de la casa. Con los beneficios del despacho de mi madre podíamos vivir los tres sin estrecheces.

Conocí a muchas familias con una organización idéntica a la nuestra; sin embargo, mi padre era el único que era motejado de "mantenido".

Cuando, hace veinte años, publiqué mi primer libro, mi padre adoptó mi seudónimo literario: decía que la tarea de su vida había sido educarme y que siempre se había sentido orgulloso de mí.

Ahora soy yo quien, ya casi retirado de la vida pública, firmo mi columna en este periódico con el apodo de mi hijo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, si adivinas mi nombre sabrás porqué, porque yo me llamo como mi padre y mi padre se llama como mi hijo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, mi hogar se llama como mi sangre, y mi tierra como mi aliento. Hace mucho que no recuerdo ninguna, pero todavía sueño con ellos, y si algún día regreso entonces sabré que la deshonra que me ha arrastrado tan lejos por fin ha cerrado mi ciclo, y que la muerte me llamará pronto.

He perdido mi honor, mi amor, incluso mi sangre. Mis huellas son perseguidas y en todos los pueblos hay dinero para el que entregue mi cabeza a la ley. ¿Porqué? He sido un hombre de honor, ¡he hecho lo que creía correcto! Y por eso he pagado el precio.

La nieve me cae encima, la montaña me azota con sus gemidos, y en el frío invernal que me rodea mi armadura negra ya es muy pesada. Pronto vendrá el final, lo siento en mi ser, en mi carne que quiere rendirse y mis pies que me suplican piedad. El sueño eterno me llama, el cansancio me posee. Colapsar parece tan fácil...

Caigo a la tierra. Mis dedos se aflojan. Mi ceño se relaja. ¡La muerte está cerca!

...Y entonces despierto de nuevo, saboreo la noche, respiro, ¡vivo! Mi mano pesada repasa mi frente mojada. ¿Cuántas veces he soñado lo mismo? No lo sé. Todo lo que me mira desde mi lecho es esa armadura negra, pesada, que espera paciente hasta el día en que he de portarla otra vez.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, pero personalmente quiero que se rompa esa norma. Soy de la idea que todos deberían tener una denominación, por ejemplo “Uno; Dos; Tres;...” de acuerdo a la cantidad de hijos, hasta que él tuvieran suficiente capacidad para elegir, un nombre que le guste, que no es para unos días, es para toda la vida.

En mi caso lleve una semana el de Alcides, pero vino mi madrina y dijo o se llama Alberto o yo no salgo de madrina, con el tiempo al enterarme me gusta más el primero, pero usaré el segundo hasta que muera.

Por eso con mi señora decidimos ponerles dos y que ellos decidiesen, tuvimos suerte todos están contentos con el suyo. Y claro para gustos están los colores y una parienta se iba a llamar Sacrificio por los que pasó su madre para tenerla, en el caso de otra familia Manuel el padre y los hijos Manuel y Manuela, por favor como sino existieran nombres.

Además no sabemos como será ese bebé de días, ponerle Hermosinda y sale fea, o ponerle Amable y es desagradable, o Franco y es un mentiroso, o Dulce y es amarga, etc. El otro problema por lo menos en mis tiempos era que figurara en el santoral, sino el cura ponía el nombre.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo…

—Entiendo lo que me dice, ¿pero cuál es el apellido? ¿Como yo Pérez, o Como yo López?

Y usted es ¿Como mi hijo Navas o Como mi hijo Rodríguez? Si no me da los apellidos, nunca podré extender ni la partida de defunción de su padre ni la del nacimiento del niño.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Y sin embargo, esto morirá aquí. Las tradiciones ya no se valoran. Tiempos modernos. Lo asumo, pero no lo acepto. Lo quiero pero me duele.

Se quiere ir. A Barcelona, dice. Solo quiere huir. Le cuesta afrontarlo, es mi culpa. Es fuerte. Pero soy su padre y no quiere decepcionarme.

Cruzo la calle, inmerso en mis pensamientos. El viento arrastra la lluvia. Los paraguas no aguantan el viento del norte. Diseñados para lluvias más débiles, no toleran ráfagas que alteren su paralelidad. Rectos, desafiantes en el cielo, algunos coloridos otros negros, no quieren llamar la atención. Pero tarde o temprano todos acaban en la basura torcidos y rotos por los fuertes aires. Otros superan los infortunios y acaban siendo escurridos en bañeras de gente sin paragüero.

No tendrá hijos, y si los tiene no serán legítimos. La tradición familiar se acabará o peor será menospreciada tras una adopción. Pero lo quiero, y mataría a cualquiera que exteriorizara mis mismos pensamientos delante de él. Le diré que no se vaya. Que haga lo que haga lo aceptaré. No lo perderé. Sus decisiones serán las más acertadas y su valentía será mi orgullo. Si él quiere la tradición seguirá y estaré feliz por él.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.

Mi padre era lector. Yo, escritor. Y a mi hijo le gusta escuchar cuentos. Todas las noches le cuento uno. Éste es el último:

En casa de Rosa se había roto la calefacción, así que la joven fue a la biblioteca Allí se sumergió en la lectura de un libro y enseguida se vio empujada a la nave espacial de unos extraños seres de otro planeta que planeaban destruir la Tierra. Marina sintió que debía hacer algo. Ellos aún no la habían localizado, escondida como estaba en un rincón de su imaginación. Así que se inventó a sí misma y, ya visible para los extraterrestres, luchó con ellos con el potente rayo de explosión. En poco tiempo dejó reducidos a polvo a varios de los seres, pero dos consiguieron escapar, encapsulados, al espacio. Rosa pilotó la nave persiguiéndolos a una velocidad superior a la luz, hasta llegar a la zona llamada fusión.

Rosa dejó la lectura en ese tramo, cuando un bibliotecario le dijo que la biblioteca iba a cerrar en breves minutos. Rosa iba ya a salir cuando tras los cristales de la puerta no vio la ciudad, sino el espacio inmenso, plagado de estrellas y planetas. Volvió a abrir el libro para desenredar toda aquella historia y volver a su realidad.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Este reloj que te voy a entregar ha pasado de generación en generación. Su mecanismo es complejo y único, tan peculiar que nadie logra descifrar la hora señalada en su esfera luminiscente.

Aburrido por no entenderlo, lo escondió mi tatarabuelo en el cajón de su mesilla de noche y lo olvidó. Hasta que llegó su hora. Lo entregó entonces a su hijo. Y así sucesivamente hasta mí.

Es tuyo, toma.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, le explico al empleado del registro, que me mira poco convencido.

—¿Y cómo dice usted que se llama él? —pregunta escamado.

—Pues verá, esa es la cuestión —respondo —, porque el muy tunante no ha querido soltar prenda. En una ataque de rebeldía, mi primogénito ha pensado que ya ha soportado demasiado cargando con el lastre de su antiguo nombre, y ha decidido remediar lo que él insiste en llamar un despropósito familiar. Pero es que nosotros somos muy de tradiciones, y lo de compartir onomástica de generación en generación nos lo tomamos muy en serio. Aunque ya me avisó mi mujer que hay ocasiones en que ciertas costumbres no compensan el castigo. De modo que, al parecer, ha decidido vengarse y dejar coja nuestra dinastía. Y eso no, ve usted, aunque sea con otro nombre pero yo al abuelo no le doy ese disgusto.

—Pero sin su permiso no puedo darle esa información— responde el funcionario con los ojos como platos.

—Entonces deje que indague un poco más. Eso sí, borre usted de momento el de ahora. Con padre anónimo no habrá problema, el hombre ya está medio sordo; lo complicado va a ser, mientras tanto, cuando mi parienta empiece a reclamarme a voces y yo ya no me dé por aludido.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, aunque siempre me ha parecido una tradición de lo más tonta, pues al final a cada uno nos han llamado como han querido. A mi padre con el "don" delante, Don Antonio, elegante y respetado, y es que ya de zagal, cuando todavía usaba pantalones cortos, le trataban así, que bien me podía haber tocado a mí, pero para diferenciarme de él y por ser el benjamín, me llamaron, y con eso me quedé, Antoñito. Vaya lacra de por vida el aguantar que nadie haya sido capaz de quitarme el ñoño diminutivo, ni de adulto en la Facultad, ni después en el trabajo, ni tan siquiera el día de mi boda, en el que al cura no le salió llamarme por el nombre con el que religiosamente él mismo me había bautizado.

   Y llegó mi esperanza, mi primogénito, aquél que, ingenuo de mí, pensaba me arrebataría el "ito", pero como nació en tiempos ye-yé, se quedó con el corto y biensonante "Tony", eso sí, recalcando el revolucionario detalle de que no acababa en la letra del puntito, pues había que ser moderno.

   Así que ahora me queda el consuelo de tener un nieto para ver cómo solventan la papeleta de la dichosa tradición, y cada día rezo para que sea una niña...o mejor y aún más divertido, mellizos, por favor.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, decían con gran orgullo los dos hombres de mi vida, sin saber cuándo regresarían, me aferre aún más a Dios.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Nunca quise ser como mi padre, al que siempre admiré. No espero que mi hijo me admire, y soy yo quién quiere ya le admira, soy yo quién querría haber sido como es él. Uno me lo dio todo, todo aquello que fuí incapaz de devolverle. Al otro, sin darme nada, me da la vida,, al otro, dándole todo, todo me parece poco. Atrapado entre dos fuegos, viviendo entre dos ideales, a caballo de dos mundos, Deambulo entre el no ser y lo que espero que no sea. De uno estoy orgulloso, del otro espero verle feliz, solo espero vivir tranquilo. Yo no soy como mi padre, espero que mi hijo no sea como yo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo; sin embargo mi nieto rompió con esta tradición familiar. Algunos pensarán que él no es el culpable, sino su padre, o lo que es lo mismo, mi hijo, pero nada más lejos de la realidad.

José, mi hijo, le bautizó como José Cuarto, pero mi nieto se cambió el nombre al alcanzar la mayoría de edad aduciendo que ese nombre sólo le traía desgracias y que nada bueno podría atraer hacia sí mismo llamándose de esa manera.

No puedo culpar al chico por esa idea, ya que la verdad es que hasta ese momento le habían ocurrido cosas extrañamente relacionadas con su nombre, como quedar cuarto en cada concurso o competición al que se presentaba, independientemente de la índole de este; hasta tal punto de que fue avocado al atletismo como único deporte que practicar, ya que arrastraba a los equipos a los que pertenecía a estar fuera del podio.

Quizás si su destino no hubiese estado ligado al cuarto puesto en las competiciones que se organizaban en el colegio o de haber tenido un plan de estudios como el de mi época, podría haber tenido los conocimientos necesarios para haber evitado peores acontecimientos que los ya vividos al cambiar su nombre al de Abel...

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. JUSTICIA es el nombre que nos acompaña en tantas ocasiones.

Justicia que pide la mujer que roba para dar de comer a sus hijos.

Justicia, el hombre que sufre por amor a una mujer prohibida.

Los tres nos llamamos bajo ese pseudónimo desde hace mucho tiempo y nos hemos ocupado de traiciones y guerras entre otros.

Me llamo Justicia; condeno a presos, restauro amores, curo enfermos y domino males.

Mi padre se llama justicia, el también cura los débiles, da cobijo a los vagabundos y cuida a los desdichados en el amor...

Mi hijo también nombrado justicia divisó a lo lejos una enorme tragedia:

El mas grande de todos los pecados; vio como una muchacha inocente desgarró el amor de su vida por unas palabras traicioneras; mas tarde ella por lealtad a ese amor también se desgarró.

¡ En fin; si en alguna ocasión oyeran nombrar JUSTICIA, sepan que mi padre, mi hijo y yo allá iremos para restaurarla !

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Esto siempre lleva a confusión, nunca se sabe de quién se habla ni por quién se pregunta ¿Antonio el joven, el viejo? ¿primera, segunda o tercera generación? Cada uno de nosotros, diferente al resto, con nuestra personalidad, manías, vestimentas y creencias sociales o políticas.

Antiguamente era tradición perpetuar los nombres en la familia, creyéndose así, que una pequeña parte de cada uno se le imprimía al vástago y así sucesivamente…eso fue lo que ocurrió en la mía desde siempre y nadie se decidió a cambiarlo.

En la actualidad, año 2016, mi padre se encuentra descansando en un centro especial, rodeado de ancianos, y ya no sabe ni cómo se llama, tampoco importa…la identidad es relativa y desaparece cuando el mal llega a tu mente y cuerpo.

Lo más curioso es que siempre que voy a visitarlo y le digo mi nombre, sus ojos se humedecen y brillan como si le resultase conocido, familiar…pequeños momentos de lucidez que le permiten ser feliz, aunque sea durante unos segundos.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Pero la tradición familiar no se queda en el nombre con el cual nos bautizaron ya que todos los hombres del clan han sido desde siempre gente de mar. Mi abuelo surcaba los océanos en un ballenero. Su padre aseguraba haber dado caza a un Kraken que había hecho naufragar trece navíos. Y aunque suene raro, nadie tiene consciencia de dónde empezó todo, de por qué seguimos siendo sufridos marineros. Por desgracia papá se fue a pique frente a unas islas que conocía perfectamente, un día soleado, sin apenas oleaje. Y dado que mi abuelo desapareció junto a la tripulación de un bacaladero en el Ártico, temo que, como ha pasado con mis predecesores, yo y mi único hijo muramos también en este oscuro abismo.

La ola se acerca... Mi descendiente se halla a mi lado sin siquiera temblar. Es una de esas ondas capaces de volcar una navecilla como esta en un santiamén. Me santiguo, se santigua, y me sonrío: mi nieto que apenas cuenta cinco años le ha jurado que no será pescador. Dice que está mal matar a las ballenas, que quiere trabajar en Greenpeace... Creo que con él se acabará la maldición. Por él aquí estamos su padre y yo. Por él allí estuvieron los demás. Paradojas de la vida.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo aunque a veces no sé si fue un acierto ponerle mi nombre.Algo dentro de mi avisa de que no será así

siempre.No conecto con él,no sé como decirlo,me siento ...decepcionado.No responde a lo que yo esperaba.

Al principio cuando empecé a percatarme de ciertas conductas "impropias"

culpaba a su madre.Lo axfisiaba con su cariño, lo ahogaba...Luego me di cuenta de que no era una conducta aprendida.Con cualquier otra madre

sería así.

Tiene un talento especial para la música,de hecho estudia en el Conservatorio

con muy buenos resultados.Le encanta ir a los conciertos de música clásica.

Está atento y callado,si he de ser sincero más que yo.No puedo remediar

bostezar en alguno y algunas veces deseo que se terminen cuanto antes.A

veces cuando el público demanda con sus aplausos un "bis",yo en mi interior

estoy rogando para que el artista no lo haga.El me mira por el rabillo del ojo

( yo no aplaudo) como si conociese mis pensamientos.Parece que se compadeciese de mi pero es justo al revés.Me compadezco yo de él.

Yo quisiera una imagen mas de mi mismo,obviamente no lo es.Pero es mi

hijo.Yo lo quiero.No me importa qué nombre se ponga algún día.

.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, naturaleza. Busco el silencio entre el bamboleo de cualquier hoja oculta de las ramas de los árboles. Encuentro la paz en cada camino empedrado que mis pies puedan recorrer sin ver el final. Con el mar de fondo siento como mi corazón se agita entre tanto vendaval, pero no me importa, me fascina sentir como la brisa traspasa mis cabellos y le deja paso a nuevo pensamiento. El rugir de las olas me sumergen es sus aguas y no puedo parar de inmortalizar cada momento. Y es que, ¿hay algo más bello que el cantar de los pájaros cada amanecer? Ojalá no deje de escucharlos nunca. Si quieres toparte conmigo ven a cualquier lugar y tan solo respira, déjame llenarte con mi esencia y te prometo que no desearás volver jamás al bullicio de la ciudad.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Acababa de cenar, solamente la penumbra de su ordenador le iluminaba el rostro. Estaba indeciso, tal vez angustiado pero no podía justificar su actitud. ¿Le reprocharían su decisión? No encontró respuesta. Sus ojos inmóviles ante la pantalla esperaban una señal que no llegaría. Un sudor frío recorrió todo su cuerpo envuelto en una camisa que apenas se podía abrochar; era verano, oyó la puerta pero no pudo levantarse; tenía la mirada perdida, su mente acariciaba la respuesta mientras el humo de la pipa desaparecía por los rincones de la habitación.

Miró a la derecha, su mirada perdida se detuvo en aquella ventana oscura; allí estaba Sergio, ojeando el periódico. Se quedaron mirándose, estupefactos, aterrorizados. Sergio de pie, él de pie; Sergio le señaló la puerta, él hizo lo mismo.

De repente reaccioné, y los vi mirándome fijamente sentados frente al ordenador, nadie se movía, nadie parpadeaba, nadie, nadie.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, Belizario con zeta de zapato. Zarrio sin más, que como mote tiene su guasa. Da como para bromear antes del apretón de manos. A media partida de ajedrez, cuando el fajo de dineros apostados empieza a abultar lo suyo y cambian las manos, se tambalea la reina en el tablero. Los jaques se nos dan bien para noquear al contrario sin siquiera recurrir al enfado. La fila de curiosos que venía a carcajearse un rato se reduce. Van marchando desplumados, mordiéndose las uñas y jurando que jamás volverán a juzgar a nadie por su nombre.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Pero yo de verdad espero que ninguno de mis nietos, ni mis tataranietos y demás descendientes se llamen como yo, con este nombre tan especial y tan horrendo; pero como tampoco espero que ninguno herede todas estas dolencias físicas tan incómodas y tan desagradables, ni esta fealdad que marca a toda nuestra estirpe y que nos convierte casi en seres monstruosos, y parece que no tiene remedio.

Aunque lo que no deseo que hereden de ninguna manera es esta maldad, este carácter tan problemático, esta excentricidad y esta tiranía para con nuestros semejantes, para con nuestros vecinos, para con todo aquel que nos rodea. Un carácter así no deberían tenerlo los poderosos, nuestro altísimo -que es nuestro guía- no debería permitir que los reyes de una nación estuvieran repletos de oscuridad.

Pero las cosas son así, y así soy, y de esta manera hemos sido. Pero espero que las cosas cambien, ese es mi deseo. Y se lo pido a dios nuestro señor todos los días, todas las mañanas y cada noche en mis oraciones...

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.Sin embargo, ninguno de los tres va a ser recordado ni por su nombre, ni por amar solamente a mujeres que se llamen María, ni por los libros que no hemos escrito, ni por los besos que hemos dado, ni por las palabras de amor y odio que hemos dicho, ni por los abrazos que no hemos dado, ni por tener la mejor colección de minerales del mundo, ni por saber dónde está la tumba de Mortimer Hehir, el tejedor, en Cloon na Morav, ni porque nos falta únicamente la traducción al armenio de “ La Vie Mode d´Emploi ” de Georges Perec, ni por viajar a pie en pleno mes de agosto desde Ourense a Padrón, ni por subir a la pata coja las escaleras de la Plaza de Platerías de Santiago de Compostela, ni incluso por leer en O Grove en tres noches seguidas y en inglés “I Claudius” de Robert Graves, ni por supuesto por saber que Milton, el poeta inglés, sufría la enfermedad del maestro de escuela, el estreñimiento y que el poeta era un fetichista del pelo.

¿Pero por qué vamos a ser recordados mi padre, mi hijo y yo?.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. No ha sido una tradición familiar sino simplemente una coincidencia que no es fácilmente explicable. Si tú también te llamas igual sería algo extraordinario, pero dudo mucho que así sea. Tal vez se cumpla la profecía que dice que por tres generaciones consecutivas habrá un mismo nombre y será idéntico a aquel desconocido que intente por primera vez desenredar el misterio. Nunca lo sabremos, ¿eres tú quién se ha aventurado a pensar por qué esta incógnita familiar? Cuidado porque a veces lo que deseas puede cumplirse....

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. La diferencia entre los tres nombres es que el mío termina en “ a ”, pues aunque cuando yo nací deseaban un niño , resulté ser chica y no les dio tiempo de pensar en otro nombre, fui : Federica.

Mi nombre influyó en mi carácter recio y espinoso, y hoy ha llegado la hora de cambiar de nombre ya que no puedo cambiar de carácter por más que lo he intentado. Mi padre dice que a su edad seguirá llamándome Federica y yo le he contestado que no pienso responderle si no utiliza mi nuevo nombre: Rosa. Las rosas huelen bien, son bonitas y a todo el mundo le gustan y yo deseo en esta vida recibir congratulaciones de mis semejantes aunque sea a través de mi nuevo nombre.

Mi cambio ha surgido en mi madurez, después de pasar por una infancia y una juventud sin desconciertos ni admiraciones, y ahora ha brotado de mi este deseo de cambio radical, este aflorar de mujer por encima de la hija, de la madre y de la esposa. Soy yo: Rosa. Federica se fue aburrida de una vida de rutinas, de comer siempre lo mismo y de no recibir halagos. La vida se abre camino por más que se pretenda confinarla.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, y esta legítima condena nos empuja sin remedio. Yo odié a mi padre, y ahora, mi hijo hará lo propio. Y así, mi nieto, que también se llama como yo, heredará esa fatalidad del destino, ese infortunio enviado por los Dioses, y cual Atea descendida del Olimpo, quedará desterrado en vida. Huir de esta desdicha no vale de nada, resultaría hasta irreverente, como aquel niño maleducado y respondón que con tretas de mal gusto se sale siempre con la suya. Sería inmoral, nada acorde con las grandes sagas como la nuestra, donde lo acertado es continuar, crecer y ser más grande, sin importar lo demás.

Yo sólo quería ser actor; mi padre, poeta; ahora mi hijo pinta cada noche, oculto a todos. Yo, bajo el anonimato de una gran fortuna, compro todos sus cuadros; después, los quemo sin dejar rastro. Así mantengo vivo su refugio, porque no sé aplaudirle, nunca me enseñaron, no sé guiarle, pero sí sé cuál es su misión, la misma que la mía, la que también fue de mi padre y será de su hijo: esta riqueza impuesta, envidiada por todos, pero que a nosotros nos roba la libertad, nos inunda de rencor y nos envía hacia el odio más profundo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Mi nieto debería llamarse como su bisabuelo, pero le han puesto el nombre de una estrella de la tele. No sé en que trabajará, pero no será en el oficio de todos los hombres de la familia. Desaparecerá, y cuando nos evaporemos de la faz de la tierra ni siquiera él recordará como se juntaban las piezas. Ni qué eran las ballenas azules. O el tacto de la nieve recién caída. Para que sirven las manos. El amor. Lo saco de la cuna, lo pongo frente a mi, me mira fijamente aunque no ve. Le doy un beso en la frente y sonrío. Escaparemos al monte. Le ensañaré a pescar, a recoger bayas, a cazar. Hombres. Seremos la verdadera reserva espiritual de occidente. Cuando todo el mundo esté conectado al ordenador central y vengan a por nosotros los aniquilaremos a todos, a la antigua. ¿Verdad, bonito? Los vamos a degollar a todos. Espera, necesitaremos una mujer, o varias. Creo que hay una niña en el quinto, voy a por la ganzúa. Me tropiezo con el cable del ordenador y me golpeo la cabeza. En el suelo, no puedo moverme. Solo veo el techo. Me llevan al hospital, me conectan a una máquina, transfieren mi conciencia a una red neuronal. Accedo a los códigos de los misiles. Ahora os vais a enterar de cómo se llamaba mi padre.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo

Es curioso. Nos parecemos como gotas de agua. Eso es lo que dice la gente, con una convicción absoluta, tan categórica que no admite dudas. Las últimas tres gotas salidas de un grifo oxidado, pienso yo. Sólo hace unos meses que pude encuadrar mi origen en una antigua maternidad, donde los sótanos escondían horrores y frascos con el resto de embarazos malogrados. Los pasillos de las plantas superiores se habían impregnado de los quejidos de parturientas que después de alumbrar abandonaban la institución por la puerta de atrás, vacías y desgarradas.

Hace años que mi padre me había contado que creció en la Misericordia, que no tenía recuerdo de otra familia como no fueran aquellas monjas adustas que repartían un cariño profesional y frío entre docenas de malnutridos mocosos de la posguerra. Pero guardó el segundo secreto de cómo luchó por prohijarme, absorber y anular toda la vergüenza social que estos casos provocaban y por cumplir el deseo de ser padre que la naturaleza le negaba.

Cuando murió María en un maldito accidente, decidí ahogar mi pena y obedecer los designios de un destino que encadena la fatalidad y la esperanza. Mi hijo llegó de Rusia. Dicen que se parece a mi y yo a mi padre. Será.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, que nunca conocí, pues la mujer que lo tuvo, la que amé con locura hasta matar, se alejó de la ciudad el día que me encarcelaban por asesinato. Estoy seguro que se hallaba embarazada de otro, del que maté, siempre lo negó, siempre me amará, por esa razón, el niño que dio a luz, lleva mi nombre, Hoy, si no ha muerto, deberá ser un hombre grande, un buen padre de familia, tendrá una esposa y dos o tres hijos y el varón, el mayor, se llamará como él.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo... Quizás todo convendría más sencillo, si el ángel sombrío del deudor no fuera tan osado, quizás, pero lo era. Quizás todo se avendría a razones con una palabra a tiempo, pero arribó a destiempo, quizás, por eso no llegó. Quizás nadie asumió la culpa, aunque eso sólo pasa en el cine, quizás, por eso todos lo culparon. Quizás el valiente confundió los términos y se engañó, fue cobarde, quizás, o engañó a los demás.

El cementerio del pueblo asomaba su cara gris tras la ladera, llovía como nunca se había visto llover por aquellos lares, el párroco absorto en una letanía inacabable gesticulaba al albur, como queriendo contrarrestar el dolor de la persona allí presente, hijo y padre de los difuntos. Nadie más, todo el pueblo conocía la historia, todo el pueblo lloraba a los pobres incautos, pero nadie se había acercado al lugar. Sabían que las deudas siempre se pagan.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.

Mi nombre lo eligió mi padre, iluminado un día por unas luces de bohemia.

Mi hijo no había leído a Valle-Inclán cuando tomó la decisión de cambiarse el nombre, ahora se llama Estrella, como yo, nos lo dijo una mañana durante el desayuno, yo reaccioné abrazándolo pero su abuelo tomó la puerta y se fué.

Esa mañana llegó tarde al club de jubilados.

- Hoy llegas tarde, Ventura, dijo uno.

Mi padre tomó asiento, barajó los cartas, y mientras repartía, dijo solemne : -Vengo del registro, desde hoy me llamo Estrella, como mi hija y como mi nieto.

Dicho esto, se ajustó las gafas y se concentró en el juego.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo: XR-78B. Un nombre bastante vulgar y común, lo reconozco, pero en nuestra familia nos gustan las tradiciones, y hasta donde yo sé, todos mis antepasados han llevado ese nombre, en honor al primero de nuestra gloriosa estirpe.

Mi hijo me dice a veces, bromeando, que le hubiera gustado tener un nombre más exótico, más grandilocuente; algo relacionado de manera inmediata e inevitable con la Ciencia Ficción: Juan, Roberto, Luis, Sonia... Le gustan mucho los cuentos de seres humanos que lee en los libros y magazines futuristas, y fantasea a menudo con ser uno de ellos. Una vez, incluso, me preguntó si nuestros científicos lograrían algún día fabricar personas capaces de dar a luz a otros humanos y formar familias, igual que nosotros. La verdad es que es un robot con mucha imaginación.

Pero como es obvio, la simple idea de que organismos de carne y hueso tengan descendencia es sencillamente ridícula. Por mucho que haya avanzado la tecnología en estos siglos, ni siquiera hemos conseguido aún que los que construimos tengan inteligencia propia.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Y este hecho no deja de ser fabuloso, extraordinario...me atrevería a decir que hasta ...insólito.

Y esto se debe a este mundo tan estrecho de miras y a la época en la que nos ha tocado vivir. Especialmente, la de mi padre... tirones de pelo, cachetazos, esputos... y ciento una mil canalladas han sido el triste pago por llevar con orgullo y dignidad ese nombre, capricho de mi abuela Pura, que parió un hijo al que nunca esperó...

Ella quería otra cosa, ya sabéis...tantos años tejiendo vestiditos de croché...

Yo lo he tenido más fácil, y entendéis perfectamente el porqué.

Oigan! Y fíjense como van cambiando los tiempos! Mi hijo es hoy en día un rebelde, un vástago de esta revolución, tan necesaria, créanme. Y es este, nuestro nombre, el que le ha abierto todas las puertas, las mismas que a mi padre, que en paz descanse, se le cerraron por decenas en las narices.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Y este hecho no deja de ser fabuloso, extraordinario.....me atrevería a decir... que hasta insólito, teniendo en cuenta que nuestro nombre es Malena...y Malena, es nombre de tango. Y Malena,es nombre de mujer.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo´-

-Tú lo que quieres es liarme con un juego de palabras con tal de no ir al estanco a comprar tabaco

-¿Pero a estas horas de la noche quieres que salga a comprar tabaco? ¿ Es que no sabes que el tabaco mata?

- No vengas con tonterías que no las acepto

- Tampoco yo acepto las adivinanzas tuyas

- En ese caso me pregunto que hago yo aquí

- Quedamos en que iríamos a lo nuestro y no se mencionó el tabaco para nada

- Pues en ese caso vayamos a lo nuestro, amor, que hoy es San Valentín

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.

Antonio, lleva en la familia desde tiempos del tatarabuelo y nosotros obedientemente, lo hemos ido transmitiendo generación tras generación.

Pero yo me había insubordinado, y me negaba a perpetuar esa ancestral costumbre.

Había prometido que mi hijo no llevaría ese apelativo. No por el nombre en si, si no por esas orejas de soplillo que sin cesar se repetían en cada uno de los Antonios de mi parentela.

Resultaba un poema observar fotos viejas, y descubrir como todos y cada uno habiamos tenido que lidiar con esos pabellones auditivos tan propensos al escarnio. Y como todos habíamos tratado de disimular aquel desastre dejandonos crecer los rizos que tambien formaban parte de nuestra herencia.

Por eso había decidido liberar a mi hijo de aquel estigma, llamandolo Fernando.

Pero cuando llegó el día en que ansioso tome a mi primogénito en brazos por primera vez, cambie de opinión. Nuestro hijo se llamaría Antonio, sentencie.

Ya solo quedaba esperar a que le crecieran los condenados rizos.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Mis cinco hermanos también se llaman como yo. Mi madre no quiso complicarse la vida más de lo necesario y nos puso a todos el mismo nombre porque, según decía, no andaba bien de memoria. ¿Que como sabíamos a quién llamaba en cada momento? ¡Porque lo hacía por el apellido! Es que ella siempre quiso ser libre...

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, por aquello del ahorro mental. En esta familia siempre hemos mirado por la economía. No como otros, que son unos manirrotos y acaban con la riqueza del país. Esas personas que se pasan la vida pensando. Y lo peor es que a veces hasta escriben lo que piensan. De sus mortales cerebros asoma un exceso de vanidad y el derroche de quien se sabe rico. Por el contrario, en mi casa, además de medir las ideas, también cuidamos los detalles. Un buen hotel para pernoctar es una necesidad razonable y el mejor restaurante para comer no lo es menos, para un hombre como yo. Siempre evitando la gula, por supuesto. Esto es ahorro puro. Y no lo de Mario. El muy vago empezó por quitar las puertas, para no abrirlas. Un par de meses después también retiró las ventanas, supongo que por el mismo motivo. Su mujer se quejaba de las corrientes de aire. Vamos a morir de una pulmonía, decía con voz fina. Encima con exigencias de señoritinga. Al final su marido, para cumplirle el gusto, decidió prescindir también de la casa. Dicen que se la quedó el banco. Pero no lo creo. Son habladurías. Es lo que tiene el ocio. Y Mario tenía mucho tiempo libre.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Esas fueron sus últimas palabras al perecer sobre la ahora etérea almohada en la cual reposaba. No era la primera vez que escuchaba esa frase entusiasta salir atragantada, a gorgoteos de su boca. Cada día de visita, mientras esperaba en el cálido hall transformado en ausencia conforme avanzaba la tarde, yo me acercaba para conducirlo de vuelta a su habitación, y creyéndome uno de sus nietos empezaba con una nueva historia tras ese interludio, la mayoría de veces se repetían, aunque él no lo creía así, yo asentía y fingía admiración por algo que para mí era una obligación.

Los funerales son difíciles, supongo, nunca he perdido a nadie, igual porque nunca lo he tenido, soy un octogenario más en esta residencia, mismas características, distintos roles, diferente edad.

Apagué su respirador artificial y llamé al forense. Tras los burocráticos datos y sellar la hora de defunción, verifiqué la dirección de sus familiares directos e imprimí siete copias, para cada uno de ellos. Inconscientemente recordé uno de sus relatos, algo sobre una herencia obligada ya dictada. Alcancé las cartas y me dirigí al buzón, las lancé directamente al contenedor urbano, en el lugar donde deberían estar -sus familiares-.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Supone para mí un orgullo, además de un deseo, que la saga patronímica familiar pueda continuar algún día con el renuevo de un nieto. Como un orgullo y una ternura es recordar aquella sutileza de la madre al revelarme que lo suyo era mío y que podría llamarse Alfredo también. En su momento fue una revelación feliz, una manera de afianzarse y de pervivir, una proyección de futuro familiar. Pero de un tiempo a esta parte me asaltan dudas feroces. Bien, voy a confesar por escrito mi miedo secreto. Lo dejaré escrito en el agua, como el epitafio de Keats. Porque para qué escribirlo con tinta impresa o electrónica si se va a borrar igualmente, para qué reputarme de miedoso hoy si todo va arder el día de mañana o incluso antes. Ese es mi miedo mayor. Un miedo que nace de la percepción y no de la imaginación. Siento que nuestro mundo gira al impulso de la locura, cada vez más deprisa, hasta el punto de amenazar con salirse de su eje hacia el descarrilamiento definitivo y fatal. Y en ese punto ya da igual lo que hagamos, lo que escribamos o dejemos por escribir, el nombre que le pongamos a nuestros genes. Hay un final escrito, una suerte echada y global. Para todos, estemos donde estemos y nos llamemos como queramos.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, pero ninguno de los dos está ya conmigo. Desde aquí arriba las cosas se perciben de manera diferente, los susurros son gritos, las caricias golpes y los besos...los besos no sé lo que son. No existe el ímpetu del ser, ni la prisa por llegar a ninguna parte, ni tan siquiera el olvido. Es difícil de explicar pero, desde aqui arriba, todo se ve diferente. No hay nada que impida ver lo que verdaderamente es. No hay maquilajes ni sombras. El pasado y el presente cohabitan en un mismo espacio conformando una realidad que cuesta asimilar. Y en este punto me encuentro, intentando encajar las piezas de un puzzle imposible de realizar. Sé que nadie me escucha, ni siquiera tú, que me has traído a este lugar. Pero no estoy triste, simplemente, he dejado de sentir.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. A mi nieto, sin embargo, le han puesto otro nombre. Desde que era pequeño, le dio un gusto extraño por golpear piedras. No entiendo por qué lo hace. ¿Para qué sirve un trozo de piedra pulimentada? Le he regañado muchas veces diciéndole que se deje de tonterías, pero no me hace ningún caso. Ya se cansará, supongo. Ah, por cierto, mi nieto tiene un nombre muy divertido, casi ridículo: Homo Habilis.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo... si algo funciona, para qué cambiarlo.

Eso debimos de pensar todos los hábiles progenitores de mi familia, desde hace irremontables generaciones, al nomenclar a los vástagos de la extensa saga de “Justos Balanza”. Indefectiblemente abogados de pro, emporio de la Lex Galaica, estirpe de gentiles defensores del fuego que más calienta, además de intrépidos poetas.

Nada hacía presagiar tan gran vuelco en los acontecimientos. Mi Justín tuvo un Paquiño.

Oveja negra, cordero manso o cabra loca, jamás comulgó con los credos establecidos y ni hablar de las togas.

Decepción de su bisabuelo, vergüenza de su abuelo, orgullo de sus padres.

Para más inri animador infantil, e incapaz de rimar más allá de un haiku.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.

En el pueblo todos siguen esta pauta… continuar con el nombre de los ancestros, para que no se pierda la tradición… ¡Eso dicen!

¡Somos tan pocos! Desde que se marchó Justo, que por cierto era soltero, no quedamos más que seis familias.

Nuestros niños juegan entre las ruinas del antiguo castillo abaluartado situado por encima de la torre de la iglesia, sobre una loma.

Seguro que imaginan fantasmas de intrépidos guerreros ejercitándose en el patio de armas, con sus petos, espadas y escudos listos para salir a batallar…

No sueñan con ser pastores o agricultores, no.

Sueñan con un tiempo de héroes que ya pasó.

Quieren ser como sus antepasados.

Que además se llamaban como ellos…

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, tres generaciones, mentalidades diferentes, formas de vivir distintas. Tres continentes de igual nombre, con contenidos contrapuestos.

Algunas veces, pocas, nos juntamos los tres. En esos fines de semana de paella, discutimos de política. Mi hijo transgresor, el pelo lleno de rastas; mi padre un conservador, empecinado en sus convicciones y yo, fruto de una generación que nadó entre dos aguas, más flexible y tolerante.

Y hablamos, discutimos, arreglamos el país y nunca llegamos a nada.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Los tres, abogados. Rematada la carrera, huyendo de mi apellido, fui a Galicia a trabajar.

Como buen forastero desinformado, de allí solo conocía la fama del pulpo de Ezequiel, en el camino francés, que esa tierra tenía mil tonos de verdes, ochocientas palabras diferentes para la lluvia y era lugar de Santa Compaña, trasgos y meigas.

En mi primer caso me tocó lidiar con una tropa de 4 hermanas, conocidas por sus atuendos negros que les cubrían todo el cuerpo. Su apodo, Rabudas. Por derecho al paso por un camino comunal entre Parabispo y Campos, las hermanas, la que menos tendrá hoy sus 80 años, tiraron al suelo la cerca que Don Iago, el vecino, levantó a la noche pasada, despechado por las calabazas de Doña Noa, la más joven.

Mi pasmo comenzó con la respuesta a la primera pregunta del juez por parte de una de ellas, la del medio, Doña Chelo, una joven octogenaria que, aunque alegaba artritis, artrosis y otras mil dolencias más, fue fotografiada botando sobre la valla tirada al suelo por ella misma y sus cómplices allegadas.

¿Jura decir la verdad, nada más que la verdad, solo la verdad? Con su contestación empezó mi caso más difícil.

He venido aquí para decir lo que vi, si es verdad o no, no lo sé.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo...

Sentada en mi butaca frente a la chimenea, recuerdo aquel tiempo pasado, y al leer la primera frase del libro que sostengo entre mis manos, me traslado al momento justo en el que me fue entregado. Tras dos años a miles de kilómetros de nuestra casa, fue el 14 de febrero de 1965 cuando Xosé me regaló este libro con gran ilusión, con el objetivo de que pudiera recordar mi infancia en mi Galicia natal. Desde entonces no me he separado de estas palabras impresas que tanto me han ayudado durante esos años de exilio.

En 1990 regresé a Galicia. Xosé había fallecido dos años antes, y en Alemania ya no me sentía a gusto. Necesitaba regresar al lugar que solo recordaba levemente, aquel al que cada vez que leía el libro, retornaban los colores y sensaciones que me producían mis raíces.

Ahora, sentada en mi butaca frente a la chimenea que me vio crecer, estoy feliz.

- Abuela, tenemos que despedirnos. Me marcho mañana a Alemania.

- Camino, quiero hacerte un regalo. Creo que este libro te será muy útil.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, no sé si soy feliz, pero sé

que el mundo no termina en la otra casa, todos los recovecos de la siesta me dan su

cobijo y sus fantasmas.

Mi padre es tan sabio como un libro, mi madre es el auxilio de mis manos, mi

almohada es mi amante y mi enemigo, en las confusas noches del verano.

No sé si soy feliz, pero basta un pedazo de azul en la mañana, una promesa a

cambio de una nota o fugarse a través de la ventana.

No sé si soy feliz, pero qué lejos... No sé si soy feliz, pero qué lástima.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Yo siempre fui el hijo del Señor Jesús y ahora soy el papá de Jesús. Pasé de ser hijo a padre sin darme cuenta y creo que solo cuando me muera, en mi epitafio dirán mi nombre, seré solo eso, al que seguro, si no los nombran a ellos, nadie recordará.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo

Nací en “Las Barranquillas”, asentamiento de pordioseros, cerca estaba Madrid. Padre era un mísero chatarrero. Yo jugaba entre basuras, chatarras y fango. De mascota, ratas. Rodeados de gentes malas, yonkis, drogatas. Con cinco años acompañaba a padre en el trabajó, nunca pasé de Vallecas. Una noche mataron a padre, nos querían robar una lavadora rota. Nadie nos ayudó. Nos mudamos a la Cañada Real, sector 6, dónde más barato pudimos pagar por un chozo. Empecé a robar, madre debía comer. ¿Malas compañías?, no, eran como yo, niños crecidos, que teníamos que comer. Robábamos por Vallecas, nunca hasta Madrid, me asustaba perderme y no volver con madre. Con diecisiete años, hice una barriga, también nació en la miseria, una putada, mi padre, mi hijo y yo. Estaba robando una noche y un yonki, hijo puta, quiso robarle a madre, ella se resistió y la chingó. Cuando volví, cabrón, estaba sacando lo poco que teníamos, con madre muerta. Le abrí en canal, esta vez sí que llegaron pronto los maderos. Ahora vivo en la cárcel de Ocaña, va para nueve años, a mi hijo le veo poco. He aprendido a leer y escribir. Soy electricista, para cuando salga, lo primero… Conocer Madrid con mi hijo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo -reflexionaba en voz alta mientras rellenaba la solicitud de ingreso.

-En estos casos -dijo la directora interrumpiendo rápidamente el discurso-,lo más conveniente es que estén atendidos por especialistas que cubran todas las necesidades del paciente. Además, como ha podido usted comprobar nuestra residencia dispone de las mejores instalaciones asegurando una capacidad de reacción y de traslado hospitalario en caso de emergencia que no encontrará en ningún otro sitio de la provincia-.

La directora había visto esa mirada perdida encima del papel impreso mucho antes de ponerse al frente de la dirección de la residencia. Lo había visto acompañando a su madre en ese mismo despacho, mientras esta actuaba con determinación y firmeza ante los familiares que decidían justo en ese momento, en el de la firma, viajar al olvido y traer durante unos pocos minutos momentos dulces y cálidos vividos hacía demasiado tiempo como para que se quedaran lo suficiente, como para cambiar de opinión.

-Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi abuelo Homero. A veces hace que no nos conoce, bueno a mi me conoce siempre porque cuando le digo cualquier cosa se ríe-. decía, colgando su dibujo en el mural de la clase.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, entonces, ¿cómo se llama mi padre? ¡Hasta las narices! Un interminable cuestionario de 3 páginas de chorradas que tan solo es la 1ª fase de las 3 pruebas para optar a un trabajo de 450,00 €, eso si, a 1/2 jornada (5 h./día, a las que tengo que sumar otras 2 de desplazamiento). Pero bueno, parece que la oferta es jugosa, puesto que estoy aquí encerrado con otras 19 personas y esta fase dura 3 días. Déjame echar cuentas: si somos el 1er grupo y empezamos a las 9:00h., nos dan 2h. para realizarlo; supongamos que el siguiente empieza 1/2h. después, esto sería las 11:30h., más otras 2h. para comer y, de nuevo, por la tarde... Es probable que empiecen a las 16:00h., más 2h., más 1/2h. de descanso... 18:30h., más 2 horas... 20:30h. No, muy tarde, seguro que empiezan a las 15:30h. y, claro, así terminan a las 20:00h. Mucho mejor, si, seguro que es así.

Bueno, y esto iba a... ¡Ah, ya!, a que hacen esta prueba durante 3 días... ¿Cuántos grupos me salían por día? 4, eran 4 (2 por la mañana y 2 por la tarde). Entonces, serán 12. Vamos a ver: 12 grupos x 20 personas/grupo = 240 personas. ¡Vaya! Acabo de utilizar factores de conversión. ¡No me lo puedo creer! Y teniendo que contestar cómo se llama mi padre...

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Podría seguir así hasta perderme en la historia de nuestra familia.

Uno tras otro, generación tras generación, los cabeza de familia que llevaron con orgullo nuestro apellido, regalaron a su primer hijo varón el nombre que completaba aquél que nos distinguía del resto de familias y que nos hacía conocidos más allá de las montañas.

Y como el frío en invierno y el viento del otoño, con la llegada de los primeros calores de junio los hombres de nuestra familia bajaban de las alturas nubladas y frescas hacia la dorada y abrasadora meseta con mi padre a la cabeza en un vetusto tren de ganado con el cual el viaje parecía no tener un final.

Durante los dos siguientes meses, en eternas jornadas de sol a sol y con lo justo para llenar nuestros estómagos, con la hoz en la diestra y la zoqueta en la izquierda, no teníamos ante nuestros ojos más paisaje que aquella tierra reseca y oscura a la cual arrancábamos metódicamente sus amarillos frutos.

Todos trabajábamos al mismo ritmo acompasado, detrás de mi padre quien, con su izquierda tullida por un mal tajo de hoz, nunca desfallecía y nos animaba cantando sus coplillas.

Hoy soy yo quien canta y mi hijo quien llora desconsolado mientras corta sus primeras espigas.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. He dado mil vueltas a esta cuestión, preguntándome por qué, pero ni yo mismo lo sé. Bajo el mismo nombre nos encontramos tres personas distintas y es este nuestro mayor lazo de unión. Poco tenemos que ver uno con otro y larga distancia existe entre nosotros. Mi padre nunca llegó a explicarme por qué me puso su mismo nombre y yo nunca te lo he podido explicar a ti. Quizá no exista una razón o, quizá, todavía deba encontrarla .El nombre es lo único que, de alguna manera, nos mantiene unidos. Muchas veces me planteo si no tendremos un destino común. Detrás de cada nombre se encuentra una historia y, tal vez, al compartir el nombre también compartamos nuestra historia. Quién sabe. Ahora veo que la historia se repite y que cada vez te siento más lejos de mí. No sé si será pura coincidencia o si, tal vez, exista mayor conexión que la que creemos entre el nombre y la persona, nunca lo sabremos con certeza. Te echo de menos, me gustaría sentirte entre mis brazos y protegerte, como un padre protege a su hijo. Quiero estar a tu lado y vivir juntos el resto de la historia que se esconde tras nuestro nombre. Quizá nuestros destinos estén entrelazado o quizá no, pero hagamos que nuestra historia sí lo esté.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Esa fue siempre mi idea, mi ilusión. Ahora miro la repugnante criatura que lleva mi nombre y me arrepiento. Ni siquiera es hijo mío. ¿Qué hubiera pensado mi padre si lo hubiera conocido? Por suerte para él, murió antes de tener que pasar por ese trago.

Mi mujer lo cuida lo mejor que puede. Lo alimenta y lo viste, aunque nunca lo toca con las manos desnudas. Yo tampoco, desde luego.

No puedo culparla. Sé que ella opuso resistencia, toda la que pudo. Yo también empleé todas mis fuerzas, incluso me descoyunté un brazo tratando de sujetar sus pies mientras se la llevaban. Pero fue inútil. Pasó dos horas en la nave, quién sabe dónde, y regresó dolorida, avergonzada, aterrorizada, pero sobre todo cambiada.

Y después de once meses, llegó eso. Ese alienígena viscoso que se llama como yo; y como mi padre.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. No se porque le puse su nombre, el mío, o quizás si.

Quizás algún día nos busque, él o con su nueva familiar asentada en el lejano Junquito. Esa por la que se olvidó de mi madre y de sus cinco hijos, incluido yo, su heredero. Así me dijo antes de embarcarse en el Santa María. Aquel trasatlántico con destino a Venezuela al que, algunos vigueses entre susurros aquel frío invierno de 1962, se referían como el barco de la libertad.

Dictadura, emigración, trabajo, tierra, nostalgia, sangre, gallegos,.. ¡morriña!

Quizás si, quizás algún día el abuelo regrese y decida buscarnos, decida buscarme.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Cuando me preguntan por qué sigo manteniendo esa tradición, sólo me viene a la cabeza una imagen dantesca y una lección para tener siempre presente: que la ambición, la envidia y la soberbia destruyen el alma y ciegan no sólo la razón sino lo más importante: el amor; por ello, tener memoria y educar nuestros más ancestrales impulsos es una tarea diaria y ciertamente difícil.

Recuerdo que el hermano de mi abuelo, que se había saltado esta tradición familiar milenaria, acabó, desgraciadamente, en la cárcel de por vida por haber matado a su hermano debido a una disputa tan nimia e infame como aquel dedal de caña y una rueca desvencijada.

Si en el pasado alguien de nuestra familia había cometido tan grave error, se fraguó aquella tradición de mantener nuestro nombre como una lección o legado. Un buen ejemplo que es y debe ser siempre el mismo: amor y respeto, un revulsivo contra nuestra estupidez y orgullo y como lección de vida y humildad, para que siempre esté presente en nosotros con tan solo escuchar nuestro nombre: Caín

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. ¿O era al revés? No sé, qué más da. Total, no recuerdo qué nombre era, Lo olvidé en cuanto supe el tuyo. Quizá incluso antes; cuando sólo conocía tus respuestas, y tus preguntas parecían mías. Lo olvidé antes de descubrir que cuando compartimos el tiempo quiero vivir para saber lo que pasará después del momento que vendrá detrás de este y del siguiente.

Lo olvidé, sí, ¿y qué? No me sirve si tampoco sé dónde acabas tú y empiezo yo; dónde estaba la línea que se fundió en cuanto nos cruzamos y que ahora nos confunde. ¿Qué importa si la perdí a propósito? Uno no se pierde si no quiere, y si no tiene un lugar mejor al que llegar.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, así se titulaba su última novela. Tuvo un gran recibimiento en los foros y el libro fue publicado y traducido a varios idiomas.

Describía a su padre como un hombre honesto, algo tosco, nunca se cultivó. Su hijo, más alto que él, bilingüe y formado en la ciencia de la filosofía, tuvo una vida acomodada.

Su padre lo admiraba por su capacidad de superación y adaptación a situaciones adversas. Su hijo, por su honradez y franqueza.

Sus nombres eran distintos, ni siquiera coincidían en la primera letra. Tan solo sus apellidos permitieron deducir el parentesco.

Se trataba, sin duda, de una obra original. El primer premio del concurso literario al que se presentó fue más que merecido. El autor nunca conoció a su padre y jamás tuvo descendencia.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Por las laderas de su pecho bajaba un cálido zumbido de abejas que mis labios estrenaron en agosto. Aquellos brazos de arrullo eran el maná que en la exclusividad de sus caricias encontraban los lugares efímeros de mi piel. La lactosa me fue sabiendo a leña seca. En su regazo el sueño llegaba a mis pupilas montado sobre las corcheas tímidas de una nana, mientras el grillar de la noche entraba por las ventanas. La composición de mi primera y más bella sinfonía está llena de los recuerdos de aquellos acordes.

En otoño el sudoeste llegaba con lengua bífida para impregnarlo todo del olor anisado de las castañas. Finalizando el invierno, el carnaval llamaba a nuestra puerta con color de filloa en las máscaras. Verde, para qué te quiero verde, si bajo mis pies se conmueve la humedad del prado en la hierba,

Fue tal la diáfana abundancia de sensaciones en mi infancia que hoy es el día que guardo en la almáciga frágil de los olores el ácido sabor del pan de maíz, así como, de ciertos amaneceres conservo sus percepciones cromáticas. Sin quererlo fui feliz y niña. ¡Gracias mujeres de mi niñez! Mi madre se llama como yo, y a mi me llaman como mi abuela.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, los tres nos llamamos Alejandro.

Siempre inculqué a mi hijo el amor por la lectura. Al escoger sus propios libros le fascinaron -como a mí- los de ciencia ficción.

Al crecer ingresó a la universidad y se unió luego a un grupo de investigación que construyó una máquina del tiempo. Como líder del proyecto se postuló como voluntario. Quería viajar a la época de Jesucristo pero una falla de electricidad desorientó el equipó y apenas pudo retroceder algunas décadas.

Al despertar sólo pudo recordar su nombre: Alejandro. En el hospital lo atendió una joven doctora que causalmente era mi madre y se enamoraron.

Cuando ella lo besó por primera vez en un segundo ocurrió toda mi historia: Ella se casó con él, se embarazó, me tuvo, me llamó Alejandro, aprendí a leer con libros de ciencia ficción, me enamoré, engendré a mi hijo, que al crecer hizo una máquina del tiempo, viajó al pasado y enamoró a mi madre.

Pero como esto no es posible para la estabilidad del universo, luego del beso mi hijo desapareció y mi madre perdió su recuerdo: Quedó extrañada de besar el aire.

Al desaparecer mi hijo, mi madre no quedó embarazada, yo nunca existí y por lo tanto nunca pude relatarles esta historia.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.

Y que nadie vaya a creerse que me gusta el nombre que cargamos mi padre, mi hijo y yo, no. Que nadie se crea que busqué ponerle a mi hijo el nombre que me cayó en suerte o, mejor dicho, en mala suerte, vamos. Porque, a ver, qué gracia tiene llamarse Perico, cuando uno es culé hasta la médula. Qué guasa tiene ser hijo de Perico y padre de Periquete, que alguien me lo cuente. Lo peor del caso es que mi mujer, una forofa del Real Club Deportivo Español, insistió e insistió y hasta llegó a amenazarme con dejarme en el más absoluto fuera de juego de su vida, argumentando hasta la saciedad que no podía hacer esa ofensa a mi progenitor, que si qué ingrato era, que si qué desalmado, que si el chico nunca lo iba a entender ...Y ahora qué ¿qué hago yo con este lío de sentimientos encontrados si a pesar de todos los pesares que me aquejan nos hemos divorciado?

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. El viejo, Xoan, me dijo con pena en los ojos limpios y vidriosos, cuando le dije que yo prefería Juan, en mi castellano adoptado porque sonaba mejor:

- Non che van dar as gracias por venderte, neno.

Dejé el pueblo por la ciudad dormitorio. Las raíces solo eran impedimentos para volar. Veinte años de veleta, sin que el viento tuviera un cariño. El chaval cambió en el registro su nombre. Jonny. Mal escrito. Lo contó en sus redes sociales. Él, su móvil, su consola, sus palabras extranjeras, sus productos made in el vacío.

Mañana vuelvo, viejo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Y esta constumbre de mantener el mismo nombre y los apellidos compuestos para el primer hijo varón, se remonta hacia atrás en el tiempo. Este hecho es solo quizás un ejemplo menor, de la importancia que tuvo para nuestra familia no perder en el transcurso de los años sus valores conservadores.

Los contactos también se mantienen y se fortalecen en cuatro o cinco actos sociales que se repiten todos los años, de los que el baile de puesta de largo es el más emotivo. Siendo discretos en público y con bodas muy acertadas se consiguió que las demás familias nos tuviesen en consideración.

Y por el último el capital. Se puede decir que vivimos comodamente. Un caudal de dinero conseguido a través de nuestra participación en cargos públicos, y plazas de funcionarios en la Diputación. Terrenos a rentuar. Pequeños negocios en exclusiva...

Ahora en la última comida para celebrar mis noventa años se han juntado mis hijos. A la cabeza de la mesa me acompañaba mi primogénito y alguien que me ayuda a comer. Ha dicho unas hermosas palabras. Pero yo repaso con mi mirada blanquecina el mundo que me rodea. Me voy a morir sin entender esta broma pesada.

Mis hijos solo han tenido nietas, y ninguna lleva mi nombre.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Los tres llevamos de nombre Cipriano Transs. Nadie sabe lo que significa nuestro apellido, pero da un aire chic al conjunto.

Mi padre viudo como yo y yo viudo como mi padre; mi hijo con 15, está sin abuela y sin madre, pero él, en lo de viudo, por ahora, no sigue la tradición ¡gracias a Dios!

Vivimos los 3 en un ático en Dalma. Cuenta con 3 pequeñas habitaciones. La de mi padre como la mía y la mía como la de mi hijo, cocina y baño.

Como ven, nuestra vida es normal....aburrida diría ...pero un día todo cambia y comprendes todo lo que mi padre no comprendió hasta sus setenta años de vida y yo no entendí hasta mis cuarenta y cuatro. Que todo se reduce a ser PERSONA.

Cada viernes después de la cena jugamos al domino. Este día fue distinto, mi hijo tenía algo importante que decirnos. Él quería ser mujer y llamarse Carmela. ¿Cómo reaccionas a esto? Pues no lo haces, por lo menos en los primeros diez primeros minutos y luego ocurre...Mi padre muy tranquilo le dice que es su PERSONA favorita en el mundo y yo ¿que voy a decir? pues que es la persona que más amo en este mundo.

Tan solo decírles que vale más mi Carmela que todas las tradiciones absurdas. Pues eso, que todo se reduce a ser PERSONA, nada más.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, de ahí, que de esa cacofonía nominal familiar, mi hijo extrajera unas conclusiones equivocadas. Nada se mueve, todo sigue igual, me dijo, como nuestros nombres de pila. Sin embargo, yo le apunté que no estaba en lo cierto, pues el mundo no siempre fue así. Debes saber que el hombre posee grandes virtudes, pero también, que atesora el innato poder de la autodestrucción. Todo en algún sentido es finito, excepto, quizá, las letras impresas en las páginas de un libro. No sé cómo explicártelo. A veces, cuando llega la primavera, contemplamos cómo florece el árbol en el jardín o cómo unos pájaros hacen su nido en el tejado de nuestra casa, pero llega un año, en el que ese árbol deja de florecer o esos pájaros dejan de anidar en nuestro tejado. Y eso es lo que pasa, que no somos capaces de mirar más allá de nuestro resquebrajado caparazón, y un día, lo que antes era importante, deja de serlo. Por eso, no debes pensar que, por llamarte como tu abuelo y tu padre, todo sigue igual, pues por encima de los nombres, está la responsabilidad del hombre para conseguir que la humanidad siga viendo la luz; esa luz, igual pero distinta, que tú viste al nacer.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Cuando yo, siendo niño, le preguntaba a mi padre cualquier cosa sobre el abuelo, que se llamaba como su nieto, mi padre solía inventar para mí alguna historia de piratas. O de astronautas. O de vaqueros. No sé yo ahora, pero entonces me parecían muy divertidas. Creo. Durante un tiempo me interesé por los planes de mi hijo. En la vida, esas cosas. Y por algunas de sus ideas. Ni sus ideas ni él mismo me hicieron nunca mucha gracia. Mi hijo jamás me preguntó nada sobre mi padre y no recuerdo ni una sóla ocasión en que se interesase por lo que yo pienso. Supongo que, bueno, no sé, cada uno es como es y tal. Pero no era esto lo que quería contar.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Mis manos en las suyas, Sus dedos en mi piel..Ojos aislados del entorno. ¿Los bebés sueñan?. Lo hago por ´él. Será ... tercera generación empresarial.

Nuestra marca añadirá un nuevo logotipo "... ..e hijo" . Fabricamos tecnología para Europa, y él lo hará para el Mundo . Construirá uno nuevo con nuestras armas.

¿Verdad, hijo? ¿Verdad, Salvador III?

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo y, algún día, mi nieto se llamará también como yo. Como tiene que ser. Como siempre ha sido y será. Mi mujer, sin embargo, no quiso que nuestra hija se llamara Catalina, como ella, como su madre, su abuela, su bisabuela y su tatarabuela, hasta donde mi memoria alcanza. Mi hija se llama Isabel, como una reina. A mí, personalmente, me da igual, con tal de que no hubiera discusión en lo concerniente al nombre del primer hijo -varón, por supuesto-, que era lo fundamental.

Mi hijo, como yo, juega al fútbol porque le gusta. No me saca buenas notas, el jodido, pero no me importa porque algún día nos sacará de pobres, con esa zurda imparable que tiene , el cabrón. Me llena de orgullo y satisfacción. Su madre le regaña cada vez que trae las notas, pero yo le defiendo y le quito hierro a la cosa. Ya aprenderá cuando tenga que firmar contratos.

Mi hija, sin embargo, saca buenas notas. Es un poco sosa, la pobre. No sale ni juega a nada, la muy lacia, pero su madre se hinche de orgullo cuando llega el fin del trimestre. “Mademoiselle Isabel, bella y francesa”, la llama. Nunca llegará a nada...

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Los tres tenemos los ojos del color del cielo en invierno y un pelo liso y pardo como el de una liebre. A veces descubro en mi hijo un gesto mío, una forma de mover las manos, un corto balanceo al andar. No solo eso, los dos nos atamos los zapatos de la misma manera, con lazos grandes y dos nudos. Todas las noches viene a abrazarme antes de irse a la cama. Y todas las noches me pide un perro como el del tío Juan, un perdiguero cariñoso y listo. Le respondo que la casa es pequeña y no es buen sitio para un perro pero él me vuelve a preguntar cada día, con sus ojos redondos de esperanza.

Ayer rompí con mi mujer y me dijo que el chico no es mío. Estuve llorando hasta que me quedé dormido. Esta mañana fui a buscarla y le llamé mentirosa, le dije que hasta tiene el mismo mechón canoso en medio de la frente que tiene mi padre. Me respondió que el padre es mi hermano.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo,de esta manera como si de ganado se tratase vamos marcando a nuestra prole con el sello grabado en hierro fundido de nuestra estirpe.

Somos los Ares del Castillo, naturales de Ourense, nuestra familia se ha dedicado a preservar el legado familiar durante generaciones, tenemos unas 4.000 hectáreas de tierra, en ella se encuentra nuestro bien más preciado, unas vides plantadas por mis ancestros.

De ellas, sacamos un vino para paladares selectos, de un rojo intenso como la sangre, esa que derramaron durante años cientos de jornaleros, ellos dan ese sabor añejo con su silencio, guardando nuestros más oscuros secretos .Ellos, los que han sido maltratados por mi familia, ellos, que nunca son nombrados por sus tan venerados patrones.

Me niego a tener que pasar a mi hijo esta losa tan pesada, continuar venerando y preservando algo tan deshonroso. Por eso, quería decirte, hijo mío: Olvida tu apellido, el legado familiar, tus antepasados ya nos están, tienes la oportunidad de empezar de cero, de dar ejemplo siendo un buen hombre. Forja tu historia, una llena de luces y no de sombras, digna de poder ser contada.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, un simplón al que pusimos Cándido. Tres Cándidos en la familia, marcados por el estigma de ese nombre. Y es que nombrar algo lo constituye. Así, la cortedad hizo mella en la familia y la ruina fue nuestra bandera. Quiero decir, que nunca fuimos unos linces para los negocios, donde la ingenuidad es la antesala del fracaso.

Pero yo voy a quebrar este orden natural que rige nuestro destino.. Por eso estoy aquí, en el cementerio, junto a mi hijo, esperando a que se desaloje de visitantes compungidos.

Aguardamos pacientes, yo imposto unos lloros frente a la tumba de mi esposa, miramos de soslayo alrededor. Cuando ya nadie parece vigilar me hinco de rodillas sobre la lápida y suelto dos caponazos.

–¡Ya puedes salir! –grito–. Creo que le hemos dado esquinazo.

Mi hijo me ayuda a desplazar la lápida.

–¿Cuánto tiempo más durará esto? –se queja mi esposa sacudiéndose la ropa.

La abrazamos con ternura.

–La compañía de seguros pronto se convencerá y pagará la indemnización. Aunque ese detective que nos pusieron es muy correoso. ¡Habrá que tener cuidado!

Mi esposa recoge la bolsa de comida que le traemos y vuelve resignada a la tumba. Desde que llegaron los embargos, se sabe más muerta que viva.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.... qué originales hemos sido en esta familia. Nacimos simplones y bastante catetos por lo que, gracias al Departamento de Mejoras para el Individuo y bajo pago de unas cuantas macetas híper floreadas para despachos y recepciones, nos mejoraron genéticamente la capacidad de cálculo matemático y resolución de problemas económico-políticos de una nación, no siendo así la de inventiva y creación artístico-hostelera, muy a nuestro pesar. En definitiva, los Atenógenes le sacamos de tortuosas y desesperantes crisis financieras y atranques ibérico-retorcidos del gobierno, pero no le sabremos buscar un nombre normal y corriente que no le marque de por vida, ni le podremos pintar una vaca cuadrada y mucho menos cocinarle unos huevos fritos con patatas que es lo más socorrido en una cocina de a bien. Así que, en ese caso, confórmese con que un Atenógenes le ofrezca una ensalada mientras le propone una nueva Carta Magna que mejore su nación y ya se puede dar con un canto en los dientes.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, es una tradición en nuestra familia, que el hijo mayor lleve el mismo nombre que su antecesor. Pero a fin de cuentas, estoy convencido de que lo más importante es continuarla, que el legado siga, como si fuera una herencia, da igual que los tiempos cambien, es como si el primer Antonio Mazaira continuase vivo...., es un homenaje, no necesitamos ni esculturas, ni calles que nos recuerden. ¿ puede existir algún reconocimiento más bonito?......

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Tres Juanes. Para evitar confusiones, la familia empezó a llamar con diminutivos a los más recientes. Hemos mantenido esa costumbre hasta hoy.

Los tres hemos dirigido la empresa familiar. Cuando aparecí en este mundo y me pusieron nombre, era un negocio próspero. Llegué hecho una piltrafa, estuve tiempo ingresado en un hospital. Allí di mis primeros pasos, vacilantes, con la ayuda de apoyos. Como la empresa, en aquel periodo progresé, salí andando y sin pañales. Lo celebramos en familia. Unos años después tuve que encargarme de mi padre, Juanín, enfermo. Ya como director expandí más el negocio. Mientras él, recuperado, decidió vivir por su cuenta. Más tarde se embarcó en un crucero, solo. Lo vimos con malos ojos, aunque mi hijo, que ya había pasado por la empresa, lo disculpaba.

He dejado la dirección, ahora le toca a mi padre. El negocio no va bien. No creo que sepa enderezarlo, como el resto de la familia no tiene imaginación. Está fuerte, come mucho, mi madre le cocina sus platos favoritos. Pero ¿quién se ocupa de ella, de que disfrute y esté contenta? Voy a encargarme yo, antes que me vuelva un crío. Cuando llegue mi hora, quiero poder disolverme sin remordimientos en su espléndido orgasmo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Este no llegó a conocerle, pero le habíamos contado anécdotas, cómo era, lo que amaba … sus hijos, sí; pero especialmente a ella. La había dejado hacía algunos años tras una vida feliz. Ella había aprendido a vivir en el vacío, no sin apoyo de sus hijos, quienes estábamos pendientes aunque vivíamos ya nuestras propias vidas. Atrás habían quedado largas horas en la cocina, cuidándonos y un sinfín de cosas que la habían tenido muy ocupada. Transmitía una gran sensación de paz por el deber cumplido que seguro agradecíamos, de forma implícita. Al llegar la vi sentada en el salón, contemplando cuanto la rodeaba. La imaginé en el aula, con sus alumnos; también, cuidando de un paciente o acabando su última novela. Sólo el rumor de la tele logró devolverme al salón. Tras el cristal, me pregunté si nos habría dedicado tanto tiempo, ¿cómo habría sido su vida?. Todo tornaba extraño, ajeno. Pero ahí estábamos, viviendo nuestras propias vidas; y él, viviendo en ella cada día. Para nosotros, ella no era quien pudo ser, profesora, médico ni escritora; era, sencillamente, su razón de ser …aunque de forma implícita; y mi padre se llama como yo, pues vive en ella cada día.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo es el extraño nombre de un antro pequeño que sirve de refugio a putas y drogadictos. A pesar de su ambiente, las respetables del barrio entran de vez en cuando allí. Sus razones: demostrar que son tolerantes y sentirse redentoras. O eso dicen. El verdadero motivo no es otro que estar con Fátima “la gorda”, una mora de voz rasgada que lee el futuro en los posos del café. Pocas veces acierta, pero a nadie parece importarle ya que ella vaticina vidas en rosa.

A pesar de su apodo, Fatima es flaca como una garza, estilizada y huesuda. Tiene una nuez de Adán prominente y unas cejas tupidas. Ella es feliz en ese lugar ya que puede sentirse ella misma. Fátima es madre y amiga. Confidente y oyente. Además de vidente, obvio.

Aunque eso era antes.

Ahora las putas intimidan a los vecinos, los drogadictos no dejan de robar. Las respetables del barrio no se atreven a salir. Fátima sigue en el antro pero ya no es madre ni amiga, confidente ni oyente. Ni mucho menos vidente. Se gana la vida en los lavabos del bar donde, de vez en cuando, se la chupa a algún despistado. También provoca a los viandantes levantando sus faldas. Es entonces cuando, algunos, comprenden el porqué de su apodo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Es tan reciente el mundo, que hasta los nombres escasean y tampoco hay manera para identificar cosas puntuales de la vida cotidiana. Todo es con señas mientras las lenguas asuetan.

Angustiado por no poder hacerme entender, elaboraré, un repertorio de vocablos a partir de ejemplos.

Reuní a todos y dándole un beso a una mujer, llamé a tal gesto, amor.

-Amor-Repitieron.

Quíse asearme con un líquido rodante al que llamé agua.

-Agua- Repitieron

Llevé con velo a mi prometida a la ermita y apareció la palabra, matrimonio.

-Matrimonio- Gritaron

Hubo un fruto y saltó la palabra, hijo.

-Hijo- Pronunciaron

Urgí a...Juan a aque se casara con...Maria, hubo un hijo y se formó la palabra, abuelo.

-Abuelo-Repitieron

Luego le rogué a mi esposa que dejara de respirar por cierto tiempo y nació la palabra, muerte.

-Muerte- Repitieron

Aprisioné mi cuello entonces por un tiempo, no sé cuànto, y ellos sin poder hallar exactamente la palabra, armaron el párrafo para encontrarla.

"Le dio un beso a una mujer y la hizo su amor, luego se aseó con agua para contraer matrimonio, tuvieron un hijo quien al casarse con Maria, lo hicieron abuelo.

Muerta su esposa, él no aguantó y se suicidó por amor."

El mundo quizás me entendió.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Mi nombre poco importa. No deja de ser una forma de tenernos fichados. Tampoco me importaban los nombres de aquella pareja, que llamó mi atención nada más sentarse. Centro comercial, calefacción puesta a un nivel que hace parecer al infierno el Polo Norte. Restaurante de comida rápida. A ellos les da igual. Ellos no se quitan la chaqueta. Ellos no se miran. Ellos van mal ataviados, están comidos por la edad, parece que desprecian al mundo, tanto como para ni mirar al camarero cuando les pregunta qué van a pedir. Bullicio, sonrisas. Ellos no. Ellos son grises, fijan su vista en un móvil apagado que se encuentra en el centro de la mesa y continúan con su ritual. Él, tiene un aspecto facineroso, huraño. Ella, regordeta, de ojos apagados. No hablan. Solo comen. Disfrutan de cada bocado. Pagan con tarjeta. No se van, siguen sentados, planos, vacíos. Ajenos a lo que pasa a su alrededor. Amantes de una soledad particular. Probablemente no conozcan uno el nombre del otro, a ellos no les importa. Cuando la sociedad se convierte en un campo de batalla, ellos hacen su refugio, se protegen mutuamente a través de la soledad. No son familia, no son conocidos, ellos solo son soledad.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. A su madre hace años que no la veo, ella es todavía peor que yo, y no la culpo. La miseria y la inmundicia eran más fáciles de sobrellevar cuando estábamos los dos solos; bebíamos mucho y culpábamos más, las cosas eran simples. El dinero rara vez entraba en casa pero nos las arreglábamos para comer de vez en cuando. A veces la vieja señora Mathilde, una octogenaria francesa que había cambiado las campiñas bretonas por nuestro sucio y maloliente callejón, nos preparaba un guiso de su tierra, nos quería bien, supongo que en cierto modo éramos unos desechos adorables.

Por supuesto, el niño llegó por sorpresa, “No puede ser...¡estoy embarazada!”. ¿Nosotros?, ¿padres?, obviamente era una pésima idea, ya bastante duro resultaba mantenerse vivo uno mismo así que ella se fue, no la culpo. Sin embargo este chico tenía algo especial, sus ojos prometían un destino mejor. Este muchacho no era carne de despojo como yo, podía notarlo, me miraba con una mezcla de desprecio y compasión que me bloqueaba y, curiosamente, me hacía sentirme orgulloso de él.

- Papá, ¿encontrarás trabajo pronto?

- Quizás después de la cerveza, cállate, no molestes.

- Lo siento papá, no quería preocuparte.

Así era el chico.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, dijo con labios temblorosos.

-Si hasta mi nieto tiene nuestro mismo nombre, caramba. Créame, está usted equivocado, a quien probablemente busca es a mi abuelo, que ya está muy mayor y no le habrá oído.

Por toda respuesta el hombre sólo recibió un corte limpio, de guadaña, en mitad del pecho.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo y seguramente mi nieto se llamará como mi padre. Originales lo que se dice originales no somos, de nombre claro, pero nuestra profesión sí que es original y admirable. Somos estrellas de circo, generación tras generación, nos subimos al trapecio con gallardía, sin miedo, sin límites, las barreras sólo están en la mente, ese es nuestro lema.

Cada tarde se abre el telón y ahí estamos, rozando el cielo, mirando a las estrellas cara a cara.

Es el mejor momento del día, entonces me siento libre, sin ataduras, es el único momento del día en el que vuelvo a ser el que siempre fui, dejo mi silla de ruedas en el suelo y vuelo como uno más, tocando el cielo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo...así dice mi padre cada vez que tenemos una comida familiar. "Compartimos nombre, orgullo de familia, los tres nos llamamos igual" prosigue su discurso con su voz ronca y elevando el tono para que se todo el mundo le oiga. Y vuelve a repetir: "Mi pa ..."

Es curioso, cierto, y más teniendo en cuenta cuál es ese nombre que va pasando de generación en generación... Claro, ahora queréis saber cuál es el dichoso nombre, ¿no? Venga, os lo digo...mi nombre es Ambrosio...sí, sí...A-M-B-R-O-S-I-O.

Vale,ya sé que no es un nombre especialmente bonito, es verdad, pero ya sabéis el "peso" que tienen las tradiciones familiares en esto de los nombres...

Dicho así en voz alta, pecho erguido y mirada al frente hasta suena señorial, elegante e incluso import...vale, no..Ambrosio no es un nombre bonito, para qué engañarnos.

Tengo dos hermanos, mayores que yo, pero no...ellos no se llaman Ambrosio,no...Miguel y Luis, así se llaman...nombres cortos, clásicos...y yo...yo Ambrosio.

Ya me he acostumbrado, qué remedio...ese es mi nombre y lo seguirá siendo...y es que, a pesar de todo, ser Ambrosio no está tan mal...¿sabéis por què? Porqué mi abuelo se llamaba como yo, mi padre se llama con yo y eso...eso es "orgullo de familia"

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo: tres perros negros llamados Blanco. Poco nos importa eso bajo la sombra del olivo en verano o junto a la estufa en invierno.

No entendemos la ironía de la mujer que nos cuida pero sí sus afectos, su alegría cuando la recibimos y sus lágrimas, que arrebatamos de su rostro a lametazos.

Los tres perros negros y la humana naranja, violeta, verde, roja paseamos lejos de las casas de cal, de las mentiras de arena.

Ella, abuelo, padre e hijo somos todos los colores, nueve patas, un par de manos, tres hocicos, un nombre y todos los atardeceres que queramos.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo

Recibe de mi madre, el nombre de mi padre, pero no fue lo que nadie esperaba, yo era el tercer hijo de 4 hermanos. Recayó el peso, el nombre de mi padre sobre mí, Las expectativas que esperaba, el resentimiento de mi hermano mayor casi no importo. Ya que me dijo, lo que importa son nuestras acciones, no lo que expresan con palabras. En términos simples mis hermanos me cuidaban de mi pero no por el nombre sino quería creían que fue por algo especial. Una vez nuestro padre no dio de desayunar, Mama estaba cansada, en eso teníamos problemas al sentarnos y juntar los platos. En eso nos sienta y nos dice -Hijos no estoy creado cabos y sino generales, tengan eso en cuenta-

Papa sabía que crearía problemas después que no podríamos soportar vernos más de 4 horas, pero nos divertimos pasar todas las tardes hablado, las pelas de quien tenía la razón y sobretodo los momentos de victoria que tuvo cada uno sin importar el nombre. Hace poco reunido con mis hijos el dije que- yo no estoy creado Generales sino Mercenarios- Un cambio cuando lo necesitamos. No quería fueran como yo, sino que pudieran decidir lo que está bien y mal base sus propias acciones como un padre que confía es sus hijos.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo...

¿Y qué? -Se preguntarán- Es costumbre de muchas familias.

Sé que no es nuevo, los refiero porque son el paréntesis de mudez que crece a cada lado de mi biografía: Mi hijo está preso, mi padre no muere pero dice nada, se lleva con él cosas que debió decirme a tiempo y no esperar a que su lengua empantanada dijera todo untado de gagueos enigmáticos. Mi hijo ha sido detenido en la tarde y sentenciado en la noche. Ésta mañana lo he visto sin permiso de hablarle ¿Por qué tan pronto señor juez?

- Hay detenidos esperando, debemos condenar día y noche.

En fin, quedará libre cuando olvide su lengua materna ¿Cuántos años podrán ser? ¿Qué tal, ah? ¡Su lengua materna! Tanto que le gustaba repetir guacamaya, golondrina, perdiz, alcatraz. Piénsenlo: Cuando mi hijo salga de prisión no sabrá nombrarme, su abuelo habrá muerto y qué le va a importar recordar que él era el último Lucas.

¿Qué sería lo que dijo y a quién? Es que no salgo del asombro. ¿En qué artículo del código penal basaron su condena? ¿Lo ven? ¡Es absurdo! Pedí una cita para escribir sus memorias importantes y no autorizaron. Desde hoy aprende otro idioma y tiene prohibido hablar con quien pueda desviarlo de cumplir su condena.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. También tenemos en común el primer apellido, evidentemente.

Mi padre se llama como yo, y además, los dos nos dedicábamos a lo mismo y ganábamos el sueldo en el mismo lugar, así nuestros clientes no tuvieron que aprender un nuevo apelativo cuando mi padre se jubiló y yo pasé a ocupar su cargo en la gestión de la carpintería que nos da de comer. Ese negocio familiar que mi padre construyó y que yo heredé, al igual que el nombre y al igual que el apellido. La carpintería era lo mío, lo supe desde niño, desde que mi padre me enseñó a tallar dibujos en la madera. Ahora incluso soy conocido en el pueblo, además de por mi nombre y apellido heredado, por las rosas que grabo en los muebles que me encargan. Que tengo madera de artista, me dicen.

Y yo me llamo como mi hijo. A veces me preguntan por él en la carpintería. Que si es tan artista como su padre y su abuelo. No lo sabemos. Yo traté de enseñarle a tallar la madera, pero no le interesaba mucho. Supongo que la carpintería no querrá heredarla, pero sí se ha quedado con el nombre y el apellido, qué remedio. Aunque el nombre no lo utiliza mucho, prefiere que le llamen Licenciado.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Mi familia nunca ha sobresalido por su originalidad. Lo de estirar el nombre a la saga viene siendo tradición.

He oído que esto se hace por miedo. Que tu hijo responda con tu nombre te asegura que cuando mueras, no habrás muerto del todo porqué tu nombre y apellido seguirán vivos en el cuerpo de alguien. Si éste, además, se lo otorga a su retoño, se perpetuará tu nombre hasta el infinito.

Tengo miedo a la muerte. No sé a qué diablos hemos venido aquí si nos tenemos que ir. No entiendo nada y no sé por qué he tenido un hijo. Bueno, sí que lo sé; mi mujer me casi obligó.

Para mí, traer un hijo al mundo es tirarlo a una charca de cocodrilos hambrientos. A mi hijo, que ronda los dos años, no le doy ninguna esperanza. Quiero que cuando se entere, el impacto no sea tan turbador.

Porque yo crecí contento, ser me hacía explosionar el corazón de dicha. Me encantaba vivir cuando no sabía que tenía que morir. Pero un día me enteré de qué iba esto. Y dije que así no, que no jugaba. Ya era tarde. Ya había metido los pies hasta el fondo. Ya estaba vivo. Mierda.

No sé vivir sabiendo que he de morir. No sabré morir sabiendo que no he vivido.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.

" Todo está tejido para que el poder y el dominio lo ejerzamos mi padre, mi hijo y yo, bajo la protección de la fundación, la secretaría xeral de política lingüistica, y la madre que me parió".

Autor: Ripio Mourenza, poeta da fervenza.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Es una de las últimas tradiciones familiares que aún tenemos, junto a ser hinchas del Madrid.

Esta noche llevaré a mi hijo al estadio, a ver a su equipo, tal y como mi padre lo hizo en su momento conmigo, a la difícil edad de los 13 años. Aún recuerdo el olor a churros de ese domingo por la mañana en la capital de la provincia, y el sabor añejo de ese chocolate algo requemado que nos sirvieron en una de esas famosas cafeterías, ahora ya cerrada, en las que la gente del campo nos reuníamos. Y la espera interminable para entrar en el estadio. ¡Qué nervios tenía!

Mi padre ahorró mucho para comprar esas entradas y llevarme allí, animado por mi madre, gracias a mis buenas notas. Éramos una familia pobre, de esas que trabajaban el campo y solo acudían a la ciudad en ocasiones especiales. Pero el Madrid no iba a jugar allí todos los años, y mis padres pensaron que el esfuerzo merecía la pena. Y nos fuimos los dos, junto con los bocadillos caseros hechos por mi madre. Mi corazón se aceleró cuando el partido comenzó. ¡Hasta nos abrazamos con cada gol del Madrid!

Pero para mi hijo, ésta es solo otra batallita de su padre. No entiende que le dé tanta importancia a un partido de fútbol.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, ah, que no tengo hijo, sí, es cierto, mejor dicho como se llamaría en el caso de haberlo tenido, en el supuesto de haber seguido con Carmen , mi novia de toda la vida, y no haberme ido por piernas el día de la boda, sí, ese día, todo organizado, banquete, traje, viaje, y pluf, me esfumé, como la niebla bajo el sol abrasador, así mismito. Claro está que todo podría haber sido un sueño, un mal sueño y yo estar despertando de la borrachera y estar oyendo el incesante sonido de mi iphone, cien llamadas perdida son muchas o pocas, para una novia preocupada. También podría haber contestado a la segunda llamada, sin darme cuenta que el compañero de cama era mi futuro suegro, o también podría no haberle hecho caso, no irme a tomar la última y haberme acostado tempranito. Ahora tendría un hijo, Camilín.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, Andrea.

Los tres vivimos en la misma ciudad; los tres nos parecemos como gotas de agua; los tres somos extraños entre nosotros.

Mi padre compró una casita de paredes encaladas para pasar el verano. Demasiado calor, el pequeño duerme a la sombra, mi padre y yo en el río, mojando los pies.Será un día inolvidable. El sonido del agua y su frescor hacen que mi padre se duerma. Abuelo y nieto se han conocido hoy. Mi hijo, será, para siempre,nuestro lazo de unión. Papá Andrea dejó de hablarme hace cinco años, el hecho de divorciarme no le hizo ninguna gracia. Hoy, nos hemos perdonado. No hubo llantos, ni reproches " por el bien" del bebé Andrea. Los años de mutuo silencio nos han pasado factura, papá se ha dejado barba para esconder la delgadez de su rostro, yo tengo el pelo lleno de canas que oculto bajo un tinte,también estoy muy delgada.

Sus propios ronquidos lo despiertan, me río y él hace lo mismo. Sigo siendo su hijita, la que tuvo que criar sin ayuda. Se levanta despacio y va al cuco de su nieto, duerme como una marmota. Besa al bebé en la frente. Lo ama.

Se gira hacia mí y me recuerda que para la cena seremos cuatro personas más. Hoy es nuestro día.Haré su tarta favorita: de manzana y canela.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. El orgullo que siento por ambos es tan igual e inmenso que sus nombres no podían ser distintos. Hoy es el primer cumpleaños de mi hijo. Le miro y no puedo dejar de pensar que ojalá yo consiga ser tan buen padre como lo es el mío. Le miro y no puedo dejar de pensar que ojalá él vea en mí un padre paciente, que siempre que se colocará en su edad, no para aceptar que se comporte indebidamente, sino para, desde mi experiencia, escucharle, comprenderle y ayudarle en el camino. Le miro y no puedo dejar de pensar que ojalá él vea en mí un padre con quien compartir experiencias que jamás olvidaremos. Le miro y no puedo dejar de pensar que ojalá él vea en mí un padre responsable, que se preocupa por él, por la familia, por los amigos y por todos los que le rodean. Le miro y no puedo dejar de pensar que ojalá él vea en mí un padre que es fuerte, pero que no esconde sus lágrimas cuando las cosas son dolorosas. Le miro y no puedo dejar de pensar que, con mi beso de buenas noches, ojalá, él se sienta siempre amado y seguro, en cualquier situación y lugar. Le miro y no puedo dejar de pensar que, ojalá, algún día, él vea en mí el padre que yo veo en el mío.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, pero ninguno de los tres vive en paz con su identidad. Jamás lo hemos hablado entre nosotros, pero estoy seguro que el silencio que invade nuestras charlas es un perdón encadenado, o una renuncia a la venganza por estigmatizarnos en serie con ese nombre innombrable que Dios no nos dio; porque sin duda yo se lo di a mi hijo y a mí me lo dio papá. Nuestra vida, pienso, podría titularse la historia de los regates a la vergüenza o de las fintas a la cortedad.

Mi hijo tuvo la suerte de marcar en el colegio un gol espectacular, y ahora toda la muchachada le conoce como Pelé. Mi padre repartió siempre las bombonas del pueblo con una estricta puntualidad, pero él sabe, y mi hijo sabe y yo sé, que lo hacía simplemente para no dar que hablar. Además sorteaba hábilmente su maldita identidad respondiendo “butano” cuando tocaba un timbre y preguntaban “quién es”.

Yo aun no he encontrado salida a esta angustia vital, pero pronto nos miraremos las caras: papá, mi hijo y yo. Pienso hablarles de acudir al Registro Civil, solicitar el cambio de nombre y empezar a vivir de una vez. . Buscaremos un nombre lindo, respetable y sonoro; que dé gusto pronunciarlo y que sea el mismo para los tres.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, y el hijo de mi hijo se llama como el padre de mi padre, y así por los siglos de los siglos, de generación en generación, eternamente, condenados a convertirnos, en una espiral infinita, en hijos centenarios de padres centenarios con un mismo nombre maldito y repetido desde el principio de los tiempos; un nombre que leído al revés en los espejos significa nada.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo el cual es poeta, como su hijo, que dice que es mejor su padre, que es mi hijo, y de poeta como yo no tiene nada. Mejor mi padre, si, mi padre que como mi hijo, se llaman como yo, y mi hijo y su hijo son poetas como su padre y mi padre, mejor poeta de todos.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Mi padre se dedicaba a la tanatopraxia. Recuerdo marcado a fuego el día en el que vi como maquillaba al difunto que yacía lleno de tubos sobre la camilla. Mientras hacía un esfuerzo titánico por conservar la figura delante de él relataba lo que creía había sido la vida del fallecido.

- Por su cara diría que ha sido funcionario – reflexionaba con gesto afirmativo.

Ver aquella insensibilidad me produjo más vértigo aún. Antes de entrar me dijo que ya era mayor para saber como era la vida. Recordé esas palabras cuando una arcada sacudió mi pecho. Si la vida es así quería cerrar los ojos para siempre, pensé. Cuando mi padre se giró para verme, observó que tenía los ojos cerrados y llenos de lágrimas. Lo único que hizo fue propinarme una sonora bofetada, me obligo a ver como terminaba con el difunto y luego me prohibió verle trabajar para siempre. Esta prohibición duró hasta su muerte.

Sin su ayuda, hoy soy tanatopraxista y mi hijo acaba de cumplir nueve años.

- Las tradiciones mantienen en el tiempo lo que somos.

Acabo mi discurso, agarro su mano con fuerza y le introduzco en la habitación.

Solo espero que no me castigue sintiendo vergüenza por él toda la vida, como yo hice con mi padre.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Es la herencia que hemos recibido y por eso no tengo duda alguna que mi nieto tambien continuará esta tradición. Porque mi hijo ha escuchado mil veces la historia de nuestro nombre y, como me ha pasado a mí, cuanto más la repiten más valor toma.

Cuando todo empezó, mi tatarabuelo vivía en la extrema pobreza. Me recordaron mil veces cómo mi familia sobrevivía comiendo pan revenido al que le sacaban el moho con sumo cuidado para no desperdiciar ni una migaja y como compartían cama con las reses que cuidaban para unos terratenientes que recogían todos los beneficios que generaban. Sin embargo, a pesar de su situación paupérrima, se enamoró, se casó y tuvieron un hijo fruto de un amor que muchos hubiesen deseado comprar con ese dinero que él no tenía. Soñaban con prosperar, con mudarse y todo lo mejor para sus hijos; pero los días pasaban y nada cambiaba. Entonces llegó su vástago y antes del alumbramiento ya habían decidido que un nombre importante dá seguridad a la persona que lo posea y eso sería el principio de su progresión. Y así fue, como con la mayor consciencia del mundo y por una noble causa, esta familia lleva con todo el orgullo el nombre de Hermenegildo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Vincent. Con ese nombre se iba conformando una amplia nomenclatura familiar que principió en las postrimerías del s.XIX con mi difunto abuelo. O quizá antes. Allá por una época en la que las huellas de una cierta sensatez en lo que atañe a la tradición de designar al descendiente conforme a un criterio común, conforme a un sentido de herencia, común y compartida con el linaje, como si los relativos apellidos no fueran suficientes para perpetuar un legado de referencias nominales, referencias que nos identifican desde nuestro “nacer” hasta nuestro “morir”, cuando escritas en frase lapidaria nos nominan por siempre. O no. Porque desde el “Aquí descansa incólume Vincent” hasta el lapso de abstracción que sufre el correr de los tiempos, siempre habrá alguien que te recuerde, que te respete, que te mencione… Después llega la desmemoria, que embelesa las reminiscencias pasadas. Pero hasta que ese momento ocurra, hasta que la órbita lineal de la historia futura acaezca, mi padre se llamará como yo, y yo me llamaré como mi hijo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. . Mecánicos torneros los tres. ¿Se llamará así también el hijo de mi hijo? ¡Si acaso tuviera hijos! Constituye una tradición en la que erróneamente se considera que se perpetúa la especie. ¡Que también! Pero si analizamos por un momento a estos tres personajes vemos que mi padre no era como yo soy y tampoco soy como mi hijo es. Espejos cóncavos con determinados pareceres pero de fondos distintos y marcos dispares.

Singularmente, mi hija es como yo soy y por ende diferente a su hermano. Conjunto de células dispares y semejantes entre sí.

Ella sí continuará la tradición y su hija se llamará como ella, igual que ella se llama como su madre. Pero mi nombre y el de mi padre, quedarán olivados en la línea de la estirpe. Mi hijo no llamará al suyo con su nombre.

—¡Papá! ¿Cómo puedes querer que llame a mi hijo Margarito? Tres flores ya forman un ramillete. Mi hijo no formará parte del mismo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo Puede parecer algo aberrante hoy en día, pero era una práctica común hace unos cuantos siglos. No solamente el nombre solía coincidir, sino también el resto de la información técnica. Supongo que todo vuelve, como decía aquel. Eso me recuerda… Ayer le decía a mi hijo que me parecía una tontería su estúpida forma de divertirse, pues en mi época las cosas eran muy diferentes y lo pasábamos mejor. “Papá”-dijo él-“Eso mismo que dices estoy seguro que te lo dijo el abuelo en algún momento, por eso lo tienes grabado”. “Es verdad”-respondí-“Algún día tú también lo tendrás introducido en tu interior y se lo dirás a tu hijo”. “De eso nada, partenogénesis, papá; partenogénesis. Los antiguos como tú y el abuelo nacíais del desguace, pero gracias a la nueva impresión de diseños TY45 se pueden moldear todas las piezas de la nada”. “Así que no vas a tener hijos...”-pregunté desolado. “Claro que no”.

Y rebusqué y rebusqué en mi memoria y descubrí un pensamiento, un bit de información que debía de venir de aquel primer humano que se implantó aquellos nano-robots en el cerebro. “¡Qué bonito era hacer el amor!”.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.

La funcionaria tecleaba mientras esbozaba una ligerisima sonrisa.

-bueno...-me dijo sin dejar de teclear-lo lógico seria decir que usted se llama como su padre y su hijo como usted...

-no estoy de acuerdo-conteste devolviéndole la sonrisa

Me miro divertida y siguió tecleando,otra vez sin mirarme...

-A ver,expliqueme eso-me dijo

-Verá... Uno tiene que llevar el nombre que le han puesto,pero esto no significa que lo merezca todavía...o en este momento...

-perdone pero no entiendo...me contesto mirándome

-mi hijo,que tiene unas horas de vida tiene el mismo nombre que su padre y su abuelo,es de los tres el que mas derecho tiene a llevar ese nombre puesto que todavía la vida no lo ha puesto a prueba,yo debo demostrar ahora que sabre ser su padre,entonces pondré mi nombre al lado del suyo.Mi padre me ha traido hasta aquí,espero haber podido aprender a ser el padre que el fue, supongo que es lo poco que a el le falta... quizás tengamos que empezar todos otra vez,pero ahi ese nombre que llevamos nos lo habremos ganado...

La funcionaria se acerco al lado de la mesa en que yo estaba,sonrió y dijo muy bajito:

-estoy segura de que así será

-claro,usted misma lo esta registrando;mi hijo,como su padre y su abuelo,se llama Juan.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. La suerte que tenemos es que nuestro nombre tiene infinidad de variantes y, cuando estamos juntos, para no confundirnos, uno es José, otro es Pepe y el otro Pepiño.

Otra cosa es el apellido. Ese es el que nos trae importantes quebraderos de cabeza.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijoLA DECISIÓN,

Solo tengo de mi padre el ardor caliente de la sangre y algo que queda en el aire cuando la exaltación ha descargado su último cartucho.Después el aire se relaja y desciende amable sobre el cuerpo contraído, sobre el alma y su inocencia.

Enciende un puro habano, se atusa el pelo lacio y luego sale.El golpe de la puerta devuelve

el rostro distendido.

Después la noche, el olor del miedo cuando el reloj de pared repite con cadencia de miseria , una amenaza anónima en cada movimiento de péndulo.

Yo aborrezco a mi padre. Aborrezco su nombre y su maldad oscura. Su alma me mancilla me destruye su herencia degradada.

Creceré algún día. No pondré su nombre a nada mío. Eso es ¡ Haré un exorcismo ... conjugaré las horas de miedo y de silencio, borraré al monstruo del espejo.

Ya tengo 30 años. Me miro de soslayo. El mismo pelo lacio, la misma bocanada y el golpe de la puerta, me rebelan sin duda mi nombre, mi sangre, la ira y mi desgracia.

Yo me llamo como mi padre. Tu nombre será tuyo. Es mi regalo.

Tu sangre no será la sangre de tu padre. No nacerá un hijo de mi estirpe. Doctor proceda. Todo está decidido.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.

Pasó tiempo antes de entender lo amplio de la frase.

No hay tregua con mi hijo. Intento reformarme, pero siempre termina recordando mis errores del pasado. ¿Algún día me perdonará? Las promesas incumplidas, me corroen el alma. Pero él, no nota el cambio. Nunca olvido su voz apacible, a pesar de los problemas que lo sobrecargaban.

Supongo que me he vuelto más sentimental. He esperado tanto su abrazo; pero sé que lo que no nace tampoco crece. Somos lo que nuestros padres. Lo noto en el reflejo de mi hijo. ¿Genes?

Vivir eternamente, quizás sea la causa de que los hombres temamos morir sin dejar una huella.

No hay lengua que habló, que Dios no castigó. Y heme aquí, con los mismos errores de mi padre.

Mi padre, me crió a base de dinero; con eso lo resolvía todo. Y ahora que mi hijo reprocha las cosas que un día discutí con su abuelo, me veo reflejado en las ironías de la vida.

Los hijos, se quieren por igual; sin embargo, la sensación del nacimiento del primogénito; es inigualable.

Son tantas las remembranzas, que a veces llegan a doler, pero la vida sigue. Lamentarse no sirve de nada. Siempre he deseado hacerlo sentir orgulloso, y sé que es mutuo. Por eso, pienso persistir. Es algo que aprendí de él.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, hasta que un día mi padre cambió su nombre y rompió nuestra anterior entente. Desde entonces comenzó a comportarse de forma extraña. Envejeció a ojos vista, comenzó a beber más de la cuenta y, cuando nos quisimos dar cuenta, falleció repentinamente. Tal fue la tristeza que sacudió a mi hijo, que quiso cambiarse de nombre al mismo con el que su abuelo se había rebautizado. En dos meses perdió el trabajo, su mujer le dejó por un Danés que trabajaba en un circo y sufrió un accidente de aviación en el cual pereció. Yo, habiendo perdido a mi padre y a mi hijo en apenas unos meses, sacudido por una tristeza infinita y sin paliativos, he decidido terminar con mi vida. Por ello me encamino con paso firme al ayuntamiento, llevando conmigo los papeles necesarios para cambiarme de nombre legalmente. Prefiero unirme a los míos en el reino que se extiende más allá de este, que seguir viviendo en soledad con un nombre que no es el mismo que el suyo. Incluso he encargado ya una lápida con la misma grafía que la de ellos, para que nuestras tres tumbas luzcan de nuevo iguales, hermanados de nuevo y sellando nuestra abrazo en el más allá, otra vez los tres respondiendo por el mismo nombre, como siempre había sido.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Es de esperar que mi nieto se llame como nosotros, a pesar de que el nombre es feo, común y simplón. Hay que acabar con esta tradición familiar de llamar a los hijos como a los padres; cuando telefonean a alguno de ellos, mi mujer no sabe a cuál llamar. Termina preguntado “pero a quién buscas, ¿al padre o al hijo?”. Supongo que es un homenaje a nuestros ancestros, pero no resulta práctico. Mi abuelo empezó esta costumbre y yo bauticé a mi primer hijo como él para honrar su persona, para que en cierto modo siguiera presente entre nosotros su espíritu y su esencia. Aunque he de admitir que tenía la esperanza de que mi hijo prefiriera hacerse llamar Francisco. En cualquier caso, estoy contento con mi apelativo, es muy español y castizo. En mi grupo de amigos no podía faltar un Paco, al igual que tampoco fallan un Antonio, un Pepe, un Manolo, un Juan, un Jesús y un Pedro. Estoy orgulloso de llamarme así, no lo elegí yo, como tampoco elegí a mi familia, pero de la que también estoy orgulloso y una manera de demostrarlo es con este pequeño gesto que dura toda la vida. Mi hijo se llama como yo, y yo me llamo como mi padre.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Los tres, como todos nuestros antepasados varones de los que tenemos noticia cierta, nos llamamos Sísifo. Como ven, se trata de un nombre más común de lo que la gente podría suponer.

Mi padre murió la semana pasada a la edad de ochenta años. Nunca pudo ver cumplido su gran sueño: vivir de manera poética en París, quizá escribiendo o pintando. Mi padre fue un hombre que tuvo que trabajar muy duro durante toda su vida, no ya para vivir, sino tan solo para sobrevivir. El buen hombre no murió sin haberme confesado que al final de sus días comprendió que había llevado una vida completamente absurda, una vida de esclavo, por así decirlo. A pesar de todo, y al decir de Camus, nosotros debemos imaginar a Sísifo feliz; y eso aun cuando el propio Sísifo no sea consciente de que lo es. Al fin y al cabo, y al contrario de lo que pensaba Séneca, hay mucha gente que es feliz y ni siquiera lo sabe; piensen ustedes, por ejemplo, en esos pobres felices que nunca llegaron a nacer.

Esta mañana, mi hijo, que siempre ha sido el más inteligente de nuestra progenie, me dio la gran noticia: “Papá, creo que no habrá ningún otro Sísifo en la familia”.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Eso y más, decía Don Camilo orgulloso del nombre que sus padres, guiados por la tradición familiar, tuvieron a bien adjudicarle, en la convicción de que nadie puede garantizar que, por el hecho de cambiar de nombre, el futuro se vea afectado para mejor y no para peor. Esa misma convicción sirve para mantener el argumento contrario.

Yo nunca hubiera nombrado a mi hijo Gustavo Adolfo, Julio César, Víctor Manuel o Marco Antonio, por el mismo motivo por el que no lo hubiera nominado Camilo José. Esos nombres se me antojan pretenciosos. Como si por el hecho de llamarlos así, tuvieran la obligación ineludible de emular sus hazañas.

Como si por llamarse Gustavo Adolfo asumiera la responsabilidad de ser un gran poeta o por llamarse Julio César, un hábil estratega. Lo mismo podría decirse de Marco Antonio. No debería llamarse Víctor Manuel si no va a ser rey o a conseguir vivir de la música. Tampoco Camilo José, si no tiene la intención de lograr como mínimo un Premio Nobel.

Yo, como buen andaluz, decidí liberarlos de esos compromisos y facilitarles la vida llamándoles con nombres sin letras “C” o “Z”, ni “S” final, ante nuestra “tradicional” dificultad para pronunciarlas correctamente.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Por eso cuando leí en el periódico que Leandro Bastida había muerto en un accidente, sentí un sobresalto terrible que me obligó a contactar a mi hijo, y éste a su vez se comunicó con mi padre. Por suerte todos estábamos bien. Sin embargo, una imagen imprevista al final del párrafo complicó las cosas. Allí, en una foto perfectamente visible, vi el retrato de los tres.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, venimos a ser como las partes de un todo, con rasgos que nos delatan y nos complementan, como la frente abombada de mi padre o los miembros desmesurados de su nieto, sin contar las cicatrices que, curiosamente, nos recorren nalgas y codos, nariz y rodillas, incluso los dedos gordos de los pies, y es que nos identifican tantos detalles que nadie puede olvidar nuestro parentesco, sin olvidar que salimos del mismo quirófano y que pasamos por las manos del mismo doctor, el tipo a quien debemos nuestra existencia, de quien recibimos el apetito y la añoranza, a quien localizaremos algún día, pero cuyo solo nombre, maldita sea, nos pone los pelos de punta. ¿Verdad, Doctor Frankenstein?

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo… Mi padre era escritor y yo lo soy, como mi hijo. Hoy ha nacido mi nieto, que se llama como yo, como mi hijo; soy abuelo a la misma edad que mi padre. Yo no traiciono a la familia, como mi padre, como espero que lo haga mi hijo. Mi padre se lanzó de un séptimo piso, como yo lo haré hoy, como lo hará de aquí a veintisiete años, mi hijo.

Ante todo, tradición.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.Somos así de tradicionales en la familia. Sin embargo, a mi padre le llamaron rojo, a mi hippie y a mi hijo hipster. Lo términos cambian, el fondo no. Por alguna razón, en este momento de mi vida, esa necesidad tan humana de clasificarlo todo despierta en mí el gusto por la aventura y la experimentación. Así pues, veamos qué impacto puede tener un pequeño cambio en ese nombre familiar. A partir de mañana, llamadme Andrea.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Es una eterna realidad en la familia que viene sucediéndose por generaciones. Todos reconocen esa verdad como inmanente. Las letras que conforman ese nombre infinito son como un laberinto, una fuerza labrada para confundir a los hombres de todos los tiempos. Cada quien tiene conciencia de una existencia, a partir de un nombre. Comprendo que todo nombre no es mejor que otro, pero todo hombre debe acatar el que yo llevo. Mi nombre define una raza titánica de monarcas y héroes divinos, que desde el monte Pactolo hasta el río Euforbio, pasando por los volcanes del Patna y las nieves de Macondo, jamás ha sido pronunciado. No quedo confundido con el vulgo porque mi nombre es del tamaño del mundo. Quienes contemplan el susurro de sus letras, quedan al margen de la nada. Los hombres deben acabar de entender que yo valgo más que todos ellos juntos. Voy a grabar la fuerza de mi estirpe en un arco triunfal, gritando cada empeño que me inunda. Las generaciones venideras cuando sientan la saga de mi nombre, sentirán la creación del cosmos y del caos. Yo, que he sido más que todos en este mundo, en breve seré nadie.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Costumbres, cosas de antaño. Ponerle a los hijos el nombre de los padres, para que no se pierda, para que perdure generación tras generación.

Mi madre se opuso en un principio, pero la familia de mi padre la terminó convenciendo; como lo hicieron luego conmigo.

Sinceramente a mi tanto no me molestaba, siempre me dijeron Pochi. En la niñez, las bromas en el colegio, pero nada traumático. De grande, hacer trámites burocráticos, eso siempre fue un dolor de cabeza para mi.

En líneas generales, no me causó mayores problemas; al fin y al cabo el nombre forma parte de la identidad de uno. Un nombre con fuerza, bien de hombre, ¿cómo no mantenerlo? Si bien, reconozco, no es fácil ser mujer y llamarse Huberto.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo; sentado en el sillón de orejas del cuarto de estar escucho el bordoneo de dos moscas zigzagosas atrapadas bajo el cristal del aparador. Giro el cuello para mirarlas, sin levantarme. Una de las moscas está quieta, puedo ver todas sus patas aplastadas contra el vidrio y detrás: el refulgir de su vientre azul verdoso. La otra golpea el cristal con todo su cuerpo seco. Siguen así un rato corto y pesado. Sentado en el sillón de orejas del cuarto de estar escucho el bordoneo de los bichos sin moverme. Sin mirarlas ya. Mi hijo se llama como yo, y yo me llamo como mi padre.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Así ha sido durante generaciones. Y yo creo que ya está bien, miren Ustedes. No quiero que me malinterpreten, soy de los que creo que el que a los suyos parece, honra merece. Y de verdad que acepto de buen grado esa tonsura prematura y unas orejas de soplillo que no paran de crecer, herencia genética de nuestros antepasados. Pero ese nombre… Que nombre, señores. Que mala rima, cuanta letra, que feo es. No tuve opción, ni arrestos, para no ponérselo a mi hijo. Si hubieran conocido a mi padre, lo entenderían.

Y es que los nombres familiares son tradiciones chicas, pero tradiciones al fin y al cabo y, como todas, cuando las hacemos perdurar por el simple hecho de ser, echamos el ancla y y ahí nos quedamos. No podemos, ni sabemos, evolucionar. ¿El mejor modo de mantener una tradición? Renovarla, adaptarla a los tiempos. Si no, se convierte en una obligación, una superstición, una condena.

Así que mi regalo para las futuras generaciones de mi familia es este: instaurar una nueva tradición. Cada uno llamará a sus hijos como le venga en gana. Que digo yo, que con esas orejas y ese despeje capilar, bien se han ganado el derecho.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo

- Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo.

-Pues casualmente, o creo que no tanto, en mi familia sucede lo mismo, mi hermano se llama como mi padre y mi sobrino como mi hermano. Y me atrevo a decir que en nuestras familias hay otro dato curioso en común, ni tu madre ni tu hermana ni tu sobrina se llaman igual, en la mía tampoco.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, pero estoy más que seguro, cariño, de que nuestro nieto ya no se llamará como su padre.

La estrecha línea que separa todo en este mundo, se ha visto sobrepasada ya tiempo atrás por las feroces hordas de problemas que llegaron tras tu último suspiro, no me imaginé nunca que las cosas hubieran llegado a cambiar tanto.

El soniquete de la lotería de Navidad resuena estos días por la inmensidad de la casa vacía, de mi vida vacía, de mi cabeza vacía.

Las cifras acuchillan todas y cada una de mis cavilaciones, el precio de la soledad había sido no más que un puñado de euros, no más que un par de insultos, no más que la incredulidad de aquel portazo, que acabó siendo un silencio perpetuo.

Aquel portazo por aquello que decían que a todos les correspondía, y que en realidad no correspondía a nadie, excepto a ti.

La mesa está vacía esta noche, en la que abundan los recuerdos.

Te echo de menos Delilah.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, quien se llama como se llamaba mi padre y éste como el suyo. Tal tradición, bastante común y producto de la voluntad, no merecería siquiera mención. A todos nos ha admirado la poesía épica griega y sin excepción aborrecemos El Quijote. En la biblioteca familiar, milagro que ha resistido mudanzas, guerras y un incendio, las ajadas páginas de la Odisea y la Ilíada están hundidas donde se han apoyado y se siguen apoyando hoy las yemas idénticas de idénticos pulgares de idénticas manos. Las del Quijote, por contra, apenas han sufrido los embates del tiempo. Pero esas interioridades no son conocidas por casi nadie.

Lo que hace célebre a nuestra estirpe es que los primogénitos compartimos una apariencia física exactamente igual. Eulalia, mi tatarabuela, se entregó con furia en Cuba al mestizaje de nuestra sangre, pero tuvo un solo hijo, de piel clara, cabello castaño y ojos verdes, Justo así soy yo. Viendo la fotografía de mi padre a los 69 años yo ya sabía cuál sería mi última apariencia porque ese es otro hecho fascinante de nuestra estirpe, aunque hoy no me lo parezca tanto: todos morimos antes del amanecer de nuestro 70º cumpleaños. Debo dejarlo aquí. Familia y amigos me reclaman para la celebración.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Un mismo nombre que viaja por una estirpe carente de relevancia como para sentirse estirpe. Mi padre me cargó con el peso de un nombre lleno de fracaso. Poco tiempo me llevó reconocerlo en su rostro siempre malhumorado, de hombre atado a tierras y pastos. Una infancia de briznas mustias y tortazos, hasta que aprovechando la inercia del último golpazo escapé del gris paraje sin albor dorado. Luché por limpiarme, frotando con estropajo cada ápice de mi cuerpo y pasado. Trabajé duro para conseguir todo aquello con lo que había soñado: esposa, chalé, puesto en el banco, deportivo caro. Al fin llegué a la cima cuando mi mujer soltó un inesperado estamos embarazados. Mi orgullo no tenía fronteras ni reparos: tras mucho esfuerzo, la limpieza del nombre casi había consolidado. Cuando la ginecóloga dijo es niño ni siquiera me permití dudarlo. Le daría mi nombre, para confirmar el renacer de un antes manchado. Por fin el parto. mi ansia aumenta al ritmo de contracción hasta que al fin el útero de mi esposa hubo dilatado. Ante mi incredulidad, de allí sale mi padre borracho lanzándome un INÚTIL HOLGAZÁN, VUELVE AL TRABAJO. El futuro soñado acabó despegando con un sonoro tortazo.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo. Es una forma de expresar que el futuro es el camino al que nos dirigimos, lanzados desde la cama elástica del pasado, sobre la que nos apoyamos para saltar y alcanzar retos. Mi padre cogió su maleta un día y marchó a Alemania para encontrar trabajo. Fue duro llegar a las brumas sin entender su idioma y excavar un futuro más amplio. Mi padre notó que su mente y su espacio se abría en climas fríos, pero libres y con posibles en política y cultura. Allí crecí navegando entre dos lenguas, saltando más alto que él; mientras él trabajaba, yo estudiaba. Un verano volvimos y nos instalamos en nuestra Galicia. Las nieblas y borrascas se habían despejado y yo pude abrirme paso, sin miedo y con confianza, gracias al bagaje adquirido allá fuera. Adoro nuestra forma de vida, pero hoy me siento ansioso. Mi hijo ha partido con su maleta, como hizo su abuelo, hacia el mismo destino. Lleva un equipaje más cómodo, conoce la lengua, tiene estudios, pero la incertidumbre le acompaña. Su trabajo allí no le permite subsistir y le tenemos que enviar dinero; al contrario que mi padre, que enviaba las ganancias a sus padres. Por eso mi padre me mira y calla. Por eso yo pienso en mi hijo y en nuestro nombre incierto.

Mi padre se llama como yo, y yo me llamo como mi hijo, a pesar de ello ninguno nos parecemos demasiado.

Mi padre es un hombre de los de antes, hecho a sí mismo y un poco a la mano de mi abuelo; fueron los tiempos que le tocaron vivir, en ellos no había tanta teoría sobre la educación de los hijos, ni gaitas. No fueron tiempos ni buenos, ni malos, pero sí probablemente rigurosos para las diversas necesidades de un niño, por otro lado las carencias económicas y sociales agudizaban el ingenio y la picaresca.

En cambio yo, tras disfrutar de una infancia y juventud donde lejos de faltarme de nada, me ha sobrado casi de todo, me encuentro aprendiendo a convivir con los tiempos de mi hijo; que podría decirse, con inexactitud desmedida, que más se parecen a los de mi padre. No por el respeto producto del temor, ni la agudeza y picaresca por bandera, sino por la dificultad para que puedan sentirse orientados e integrados sin la necesidad de acudir a raros extremos.

En cualquier caso yo, mi padre que se llama como yo, y mi hijo como el que yo me llamo, ninguno de los tres, somos lo que luego aparentamos.